La encuadernación de arte europea del siglo XX es una gran desconocida. No sólo entre los historiadores sino también para muchos frecuentadores de los libros, sean éstos escritores o bibliófilos. Desconocida cuando no denostada. Para el bibliotecario Hipólito Escolar “el valor que algunos propietarios de libros dan a la encuadernación es tanto mayor cuanto menor es su capacidad de lectura y comprensión del texto” (1993) . El novelista Manuel Vázquez Montalbán dice de uno de sus personajes, Fernández Tutor, que “puso cara de bibliófilo encuadernado en piel de feto de cabra vieja”. El poeta Juan Bonilla escribe que “la biblioteca (del bibliófilo) es el sitio de su recreo y lo peor de todo: suele encuadernar sus tesoros”(2018) . Creen otros que quienes aman las encuadernaciones “aún no han aprendido a captar la magnificencia de una calle de Estambul llena de excrementos humanos y prefieren el puntual mecanismo de los relojes de cuco” .
El libro que presentamos desmiente estas opiniones dando a conocer lo que los críticos de la encuadernación de arte seguramente ignoran: la personalidad y el trabajo de los mejores encuadernadores del siglo XX.
¿Por dónde empezar? Viajamos primero a Francia, donde destacamos a siete encuadernadores-decoradores: Rose Adler, Paul Bonet, Thérèse Moncey, Germaine de Coster, Monique Mathieu, Georges Leroux y Jean de Gonet.
Rose Adler y Paul Bonet, con quienes se abre este libro, se
cuentan entre los primeros decoradores-encuadernadores que empezaron a ser considerados y a considerarse a sí mismos artistas originales, pero este culto a la personalidad ya había dado comienzo con Pierre-Émile Legrain (1888-1929), un decorador de interiores embebido de cubismo, buen gusto y de las formas puro-metafísicas del primer déco. Con él se da a conocer en encuadernación un ornamento nuevo que empezó a llamarse original, que quiso serlo y realmente lo fue. Rose Adler, la mejor condiscípula de Legrain, practicó un déco más sensual y vibrante que el de su maestro, pero con los años evolucionó hacia la pura abstracción geométrica. Paul Bonet, superada la influencia inicial y determinante de Legrain, se abrió al constructivismo, al cubismo y, después de la Segunda Guerra, al surrealismo. Georges Leroux trae a la encuadernación un diletantismo jovial y transgresor que asusta a los bibliófilos tradicionales y, como Lucienne Thalheimer, da alas a la imaginación provocadora de Breton, Miró y Dubuffet. Thérèse Moncey, discípula de Bonet, representa el refinamiento burgués del París del medio siglo XX.
El decorador Pierre-Émile Legrain (París, 1889-1929) trae al arte de la encuadernación novedosas formas geométricas abstractas basadas en el cruce de las líneas trazadas con regla y compás, promociona el interés cubista por la tipografía y emplea materiales inéditos en encuadernación, como el paladio, el níquel, el marfil, las maderas preciosas y las gemas. Monique Mathieu todavía hoy bebe en la abstracción lírica de Ubac y en la mejor poesía francesa del siglo XX. Jean de Gonet, el séptimo y más joven de los antologados franceses, menos culturalista que los demás, no termina objetos de arte, sino assemblages, renunciando al viejo decorativismo galo en aras de la eficacia intrínseca del artefacto ligatorio. De entre estos siete encuadernadores franceses sólo Jean de Gonet ha abjurado de la noción de estilo, como Marcel Duchamp pidió a los artistas del siglo XX, capaz de transformar un urinario público en una obra de arte, es decir, sólo uno de ellos ha disociado forma y expresión, pero ninguno de los encuadernadores citados ha eximido al diseño de la obligación de respetar los patrones que determinan los axiomas de la perfección en la hechura y el orden en la composición, una herencia clásica.
¿Qué une a estas siete aportaciones? Primero y ante todo, terminar con el pasado, romper con la historia poniendo punto final a la homologación bibliotecaria, a las "encuadernaciones-casaca" de Bozérien y a los pastiches retrospectivos del siglo XIX . En segundo lugar, traer un conjunto extraordinario de novedades.
Veamos. Para Bonet, la encuadernación de arte tenía que ser el resultado de un proyecto colectivo en el que habrían de participar de forma mancomunda el diseñador y el encuadernador, quienes, a su vez, podían pedir la colaboración del dorador, el joyero, el ebanista o el grabador. División de tareas, pero unidad de intenciones, de principios y dirección. “El encuadernador -escribió Paul Bonet- sólo trabajará sobre obras que ama o comprende; perderá esa universalidad que era tan fácil y que le permitía usar con la misma ingenuidad el mismo decorado sobre la encuadernación de los Besos de Dorat y sobre el Tratado de la inoculación de la viruela” . La Société de la Reliure Originale, una organización fundada por Paul Bonet y Jules y Cain que agrupó en Francia a los mejores encuadernadores del siglo XX, pretendió una “decoración capaz de integrar los diseños propios de la encuadernación con los motivos de la vanguardia del arte gráfico” . “Los encuadernadores originales –escribió Cain- debían demostrar que eran creadores inventando sus propios diseños, de modo que éstos fueran la expresión de la personalidad de su autor y aportaran un elemento original” .
Coincidieron también estos siete encuadernadores franceses en una aportación de todo punto esencial: haber conseguido que el valor de sus trabajos girara en torno a su capacidad de universalizar a través de sus decorados las percepciones y las devociones que suscitaban en ellos la lectura de los textos de los libros que encuadernaban y que en esta universalización jugara un papel preponderante las correspondencias texto-decorado. La encuadernación de arte del siglo XX se apropia aquí de un principio fundacional de casi todas las vanguardias. Poesía y diseño establecen "alianzas sustanciales" (según la acuñación de René Char) no muy alejadas de las que, antaño, había propuesto Mallarmé cuando vinculó su escritura con la pintura de Manet. Nacen (en realidad proliferan en Francia) los así llamados "libros- diálogo", una categoría conceptual que alude a estas resonancias, expresas, tácitas o arcanas, del trabajo de los poetas autores del texto en las obras de los ilustradores y de los encuadernadores-decoradores. Así, los decoradores de encuadernaciones Rose Adler y Pierre Lucien-Martin “dialogan” en sus maquetas con la poesía de René Char. Paul Bonet con Apollinaire y Max Jacob. Georges Leroux tiende puentes con André Breton y Paul Éluard imbuyendo a sus decorados de escritura automática y cadáveres exquisitos. Monique. Mathieu traslada a sus decorados la poesía panteísta de André Frénaud. Jean de Gonet recrea la muñeca articulada de Hans Bellmer.... La excepción francesa, inimitable y singular, marca la encuadernación de arte europea del siglo XX .
A continuación, este libro glosa el trabajo de tres encuadernadores anglosajones: Faith Shannon, Ivor Robinson y Philip Smith. En Inglaterra, E . Mansfield había emprendido la renovación de la encuadernación nacional fundando en 1955 la Guild of Contemporary Bookbinders, que en 1968 empezó a llamarse Designers Bookbinders. Aquí la tendencia es inversa a la de Francia. Mientras que en París Jacques Doucet confió los proyectos para sus encuadernaciones a decoradores-artistas como Pierre Legrain y Rose Adler, mientras el librero Blaizot anima al proyectista Bonet a escoger los mejores doradores y façonniers y Pierre-Lucien Martin, Monique Mathieu y Georges Leroux no cogen una plegadera en su vida dedicándose sólo a diseñar, en Inglaterra el Bookdesigner debe obligatoriamente completar por sí solo todas las tareas que implica una encuadernación de arte, esto es, terminar el cuerpo de obra (coser, chiflar, dorar, hacer incisiones, teñir la piel...), pero también inventar un decorado original. De ahí, quizá, la tosquedad y parca elaboración estética (no está al alcance de todos dominar todas las especialidades) de algunos de los trabajos de los componentes de la Society of Designers Bookbinders de los cuales podemos decir que únicamente fueron buenos artesanos. De ahí también que la presentación de este florilegio de encuadernadores del siglo XX haya preferido, asumiendo la arbitrareidad de toda elección, glosar los trabajos de los tres Bookdesigners mentados antes que comentar la obra de otros muchos compatriotas suyos cuyo valor artístico pueda parecer a algunos legítimamente indiscutible: Bernard Middleton, Sidney Cockerell, Sally Lou Smith, Paul Delrue, David Sellars, Trevor Jones, Jen Lindsay, James Brockman, Dee Odell-Foster, Lester Capon, Jeff Clements, Margaret Chandler, Jenny Grey y Angela James . En el Continente -escribió Virginia Woolf- predominan los “libros de café”; en Inglaterra -creyó Paul Guetty- los que sólo se pueden disfrutar tras haber jugado sobre la yerba una reñida partida de criquet.
Termina este libro con un encuadernador español: Santiago Brugalla Aurignac, un artista del libro discreto y contundente al margen de esa trilogía sagrada que en la encuadernación hispana del siglo XX conforman el casticista Antolín Palomino Olalla, el afrancesado Emilio Brugalla Turmo y el imaginativo y barroco José Galván Rodríguez . Santiago Brugalla es uno de los artistas del libro que, en España, ha recogido con mayor imaginación y acierto las consecuencias de las vanguardias europeas, que él contempla, desde Barcelona, a través de los avizores ojos de Rafael Alberti y Pablo Picasso.
El libro que presentamos desmiente estas opiniones dando a conocer lo que los críticos de la encuadernación de arte seguramente ignoran: la personalidad y el trabajo de los mejores encuadernadores del siglo XX.
¿Por dónde empezar? Viajamos primero a Francia, donde destacamos a siete encuadernadores-decoradores: Rose Adler, Paul Bonet, Thérèse Moncey, Germaine de Coster, Monique Mathieu, Georges Leroux y Jean de Gonet.
Rose Adler y Paul Bonet, con quienes se abre este libro, se
cuentan entre los primeros decoradores-encuadernadores que empezaron a ser considerados y a considerarse a sí mismos artistas originales, pero este culto a la personalidad ya había dado comienzo con Pierre-Émile Legrain (1888-1929), un decorador de interiores embebido de cubismo, buen gusto y de las formas puro-metafísicas del primer déco. Con él se da a conocer en encuadernación un ornamento nuevo que empezó a llamarse original, que quiso serlo y realmente lo fue. Rose Adler, la mejor condiscípula de Legrain, practicó un déco más sensual y vibrante que el de su maestro, pero con los años evolucionó hacia la pura abstracción geométrica. Paul Bonet, superada la influencia inicial y determinante de Legrain, se abrió al constructivismo, al cubismo y, después de la Segunda Guerra, al surrealismo. Georges Leroux trae a la encuadernación un diletantismo jovial y transgresor que asusta a los bibliófilos tradicionales y, como Lucienne Thalheimer, da alas a la imaginación provocadora de Breton, Miró y Dubuffet. Thérèse Moncey, discípula de Bonet, representa el refinamiento burgués del París del medio siglo XX.
El decorador Pierre-Émile Legrain (París, 1889-1929) trae al arte de la encuadernación novedosas formas geométricas abstractas basadas en el cruce de las líneas trazadas con regla y compás, promociona el interés cubista por la tipografía y emplea materiales inéditos en encuadernación, como el paladio, el níquel, el marfil, las maderas preciosas y las gemas. Monique Mathieu todavía hoy bebe en la abstracción lírica de Ubac y en la mejor poesía francesa del siglo XX. Jean de Gonet, el séptimo y más joven de los antologados franceses, menos culturalista que los demás, no termina objetos de arte, sino assemblages, renunciando al viejo decorativismo galo en aras de la eficacia intrínseca del artefacto ligatorio. De entre estos siete encuadernadores franceses sólo Jean de Gonet ha abjurado de la noción de estilo, como Marcel Duchamp pidió a los artistas del siglo XX, capaz de transformar un urinario público en una obra de arte, es decir, sólo uno de ellos ha disociado forma y expresión, pero ninguno de los encuadernadores citados ha eximido al diseño de la obligación de respetar los patrones que determinan los axiomas de la perfección en la hechura y el orden en la composición, una herencia clásica.
¿Qué une a estas siete aportaciones? Primero y ante todo, terminar con el pasado, romper con la historia poniendo punto final a la homologación bibliotecaria, a las "encuadernaciones-casaca" de Bozérien y a los pastiches retrospectivos del siglo XIX . En segundo lugar, traer un conjunto extraordinario de novedades.
Veamos. Para Bonet, la encuadernación de arte tenía que ser el resultado de un proyecto colectivo en el que habrían de participar de forma mancomunda el diseñador y el encuadernador, quienes, a su vez, podían pedir la colaboración del dorador, el joyero, el ebanista o el grabador. División de tareas, pero unidad de intenciones, de principios y dirección. “El encuadernador -escribió Paul Bonet- sólo trabajará sobre obras que ama o comprende; perderá esa universalidad que era tan fácil y que le permitía usar con la misma ingenuidad el mismo decorado sobre la encuadernación de los Besos de Dorat y sobre el Tratado de la inoculación de la viruela” . La Société de la Reliure Originale, una organización fundada por Paul Bonet y Jules y Cain que agrupó en Francia a los mejores encuadernadores del siglo XX, pretendió una “decoración capaz de integrar los diseños propios de la encuadernación con los motivos de la vanguardia del arte gráfico” . “Los encuadernadores originales –escribió Cain- debían demostrar que eran creadores inventando sus propios diseños, de modo que éstos fueran la expresión de la personalidad de su autor y aportaran un elemento original” .
Coincidieron también estos siete encuadernadores franceses en una aportación de todo punto esencial: haber conseguido que el valor de sus trabajos girara en torno a su capacidad de universalizar a través de sus decorados las percepciones y las devociones que suscitaban en ellos la lectura de los textos de los libros que encuadernaban y que en esta universalización jugara un papel preponderante las correspondencias texto-decorado. La encuadernación de arte del siglo XX se apropia aquí de un principio fundacional de casi todas las vanguardias. Poesía y diseño establecen "alianzas sustanciales" (según la acuñación de René Char) no muy alejadas de las que, antaño, había propuesto Mallarmé cuando vinculó su escritura con la pintura de Manet. Nacen (en realidad proliferan en Francia) los así llamados "libros- diálogo", una categoría conceptual que alude a estas resonancias, expresas, tácitas o arcanas, del trabajo de los poetas autores del texto en las obras de los ilustradores y de los encuadernadores-decoradores. Así, los decoradores de encuadernaciones Rose Adler y Pierre Lucien-Martin “dialogan” en sus maquetas con la poesía de René Char. Paul Bonet con Apollinaire y Max Jacob. Georges Leroux tiende puentes con André Breton y Paul Éluard imbuyendo a sus decorados de escritura automática y cadáveres exquisitos. Monique. Mathieu traslada a sus decorados la poesía panteísta de André Frénaud. Jean de Gonet recrea la muñeca articulada de Hans Bellmer.... La excepción francesa, inimitable y singular, marca la encuadernación de arte europea del siglo XX .
A continuación, este libro glosa el trabajo de tres encuadernadores anglosajones: Faith Shannon, Ivor Robinson y Philip Smith. En Inglaterra, E . Mansfield había emprendido la renovación de la encuadernación nacional fundando en 1955 la Guild of Contemporary Bookbinders, que en 1968 empezó a llamarse Designers Bookbinders. Aquí la tendencia es inversa a la de Francia. Mientras que en París Jacques Doucet confió los proyectos para sus encuadernaciones a decoradores-artistas como Pierre Legrain y Rose Adler, mientras el librero Blaizot anima al proyectista Bonet a escoger los mejores doradores y façonniers y Pierre-Lucien Martin, Monique Mathieu y Georges Leroux no cogen una plegadera en su vida dedicándose sólo a diseñar, en Inglaterra el Bookdesigner debe obligatoriamente completar por sí solo todas las tareas que implica una encuadernación de arte, esto es, terminar el cuerpo de obra (coser, chiflar, dorar, hacer incisiones, teñir la piel...), pero también inventar un decorado original. De ahí, quizá, la tosquedad y parca elaboración estética (no está al alcance de todos dominar todas las especialidades) de algunos de los trabajos de los componentes de la Society of Designers Bookbinders de los cuales podemos decir que únicamente fueron buenos artesanos. De ahí también que la presentación de este florilegio de encuadernadores del siglo XX haya preferido, asumiendo la arbitrareidad de toda elección, glosar los trabajos de los tres Bookdesigners mentados antes que comentar la obra de otros muchos compatriotas suyos cuyo valor artístico pueda parecer a algunos legítimamente indiscutible: Bernard Middleton, Sidney Cockerell, Sally Lou Smith, Paul Delrue, David Sellars, Trevor Jones, Jen Lindsay, James Brockman, Dee Odell-Foster, Lester Capon, Jeff Clements, Margaret Chandler, Jenny Grey y Angela James . En el Continente -escribió Virginia Woolf- predominan los “libros de café”; en Inglaterra -creyó Paul Guetty- los que sólo se pueden disfrutar tras haber jugado sobre la yerba una reñida partida de criquet.
Termina este libro con un encuadernador español: Santiago Brugalla Aurignac, un artista del libro discreto y contundente al margen de esa trilogía sagrada que en la encuadernación hispana del siglo XX conforman el casticista Antolín Palomino Olalla, el afrancesado Emilio Brugalla Turmo y el imaginativo y barroco José Galván Rodríguez . Santiago Brugalla es uno de los artistas del libro que, en España, ha recogido con mayor imaginación y acierto las consecuencias de las vanguardias europeas, que él contempla, desde Barcelona, a través de los avizores ojos de Rafael Alberti y Pablo Picasso.
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