Ivor Robinson (Bournermouth, 1924-2014) fue uno de los encuadernadores británicos más respetados del siglo XX. Miremos sus decorados: líneas doradas surcan la piel negra, nerviosas filaturas amarillentas hieren el ojo, dejando en nuestra retina una sensación parecida al rastro que queda agazapado en el oído tras el hiriente agudo de una trompeta, garabatos prehistóricos de Altamira, Lascaux o Chauvet.
Viéndolos Octavio Paz habría dicho que Robinson diseña como un niño de 5.000 años. Didi-Huberman, que las líneas de sus encuadernaciones son el origen de todas las imágenes del universo, un pentagrama secreto pergeñado por Haendel, el músico favorito de este encuadernador A G.W. Sebald le habrían parecido los anillos de Saturno, fragmentos de una luna anterior desintegrada por la acción de la mareas de la tierra. John Berger habría hablado de la identificación de la mano con el objeto, pues el amarillo del oro vibra cuando ha sido aplicado sobre la piel negra como un buen violón rozado por el arco.
Estos decorados robinsonianos no aluden al texto, a decir verdad no alude a nada diferente a sí mismo; no son una respuesta emotiva a una lectura o a las ilustraciones del libro; no interpretan contenidos literarios, aquí no hay sinestesias baudelerianas. El Coup de dés de Mallarmé sólo puede vestirse con una jansenista, que es también la única "no decoración" posible para el ángel invisible de Celan, para su sordo batir de alas.
¿Qué son entonces estos decorados? Sólo, quizá, la reflexión de un sabio artesano sobre el acto mismo de encuadernar, una meditación acerca del objeto que ha creado con sus manos.
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