Ivor Robinson II, recuerdos de una visita a su taller
por Eduardo Giménez Burgos
Me alegra ver en tu blog una buena reseña sobre el encuadernador británico Ivor Robinson, lamentablemente muy poco conocido aquí. Fue, sin embargo, un gran maestro respetado por sus contemporáneos, como muy bien dices, y no hace muchos años fue el encuadernador mejor valorado por sus colegas británicos en una amplia encuesta realizada por la revista Designer Bookbinders.
En el verano de 2001 tuve la suerte de visitarlo en su taller de Oxford por medio de su amigo James Brockman con el que yo estaba realizando un curso de dorado a escasos kilómetros de distancia. La visita duró apenas dos horas, y podría decir que fue la experiencia más intensa y emocionante que he vivido en toda mi carrera como encuadernador.
Desde hacía años admiraba sus encuadernaciones y tuve la inmensa fortuna de poder conversar con él, ver de cerca algunos de sus trabajos y, sobre todo, examinar sus numerosos bocetos y plantillas de dorado que guardaba meticulosamente en grandes carpetas perfectamente ordenadas. Oirle describir el proceso de gestación de sus diseños con un entusiasmo y una pasión inusuales en un hombre casi octogenario, me resultó conmovedor.
Era un hombre sabio, con una carrera muy dilatada de profesor de diseño y encuadernación en la Universidad de Oxford. Utilizaba casi exclusivamente la piel negra, la que mejor podía destacar sus líneas de oro. Muy raramente añadía algún mosaico de color, aunque siempre con gran acierto. Sus diseños, aparentemente sencillos, eran de una enorme complejidad. Unir las líneas que formaban esos dibujos de sugerentes abstracciones, requerían de cientos y cientos de impresiones con pequeños hierros. Su técnica de dorar consistía en recoger una triple capa de pan de oro con el hierro después de haberle aplicado grasa de la frente, y depositarla sobre la huella con mordiente. Normalmente realizaba tres veces la misma operación sobre cada huella para conseguir una perfecta y rica definición del trazo.
Era sorprendente la economía de medios para llegar a tan extraordinarios resultados. Apenas media docena de paletas cortas de tres o cuatro grosores, dos pares de tipos de letras de diferente tamaños y unos cuantos librillos de pan de oro que había comprado años atrás en Italia, y que le duraron toda la vida. El mismo taller donde trabajaba, una luminosa habitación del segundo piso de su casa con vistas a un sencillo jardín en donde se alineaban armoniosamente todas sus máquinas y herramientas, podría medir no más de 8 metros cuadrados. A pesar de ser yo un desconocido, me habló abiertamente de sus comienzos en la encuadernación, de su forma de abordar los diseños, de cómo dibujaba una y otra vez sobre una pequeña pizarra sus líneas entreveradas hasta dar con el resultado perseguido. Me explicó la importancia que le daba al espacio, al balance entre la forma y el espacio en los tres planos del libro, y me describió su técnica a través de los bocetos sin regatear ninguna pregunta. Su forma de hablar describía a un hombre pulcro, meticuloso, refinado, apasionado por el oficio y conocedor del alcance de su obra, pero sin mostrar nunca arrogancia.
En el momento en que lo conocí, había decidido poner fin a su carrera, pero aún le quedaba un compromiso a medio acabar. Era la encuadernación de un poema de tan sólo 4 páginas, tamaño folio, de John Wilmot, Conde de Rochester, donde había trazado un sencillo dibujo de líneas sugiriendo a una mujer leyendo, sorprendentemente figurativo. El título: A Letter From Artemiza In The Towne, to Chloë in the Country(ver fotografía arriba). En fin, un colofón brillante a una carrera en la cima de la encuadernación moderna.
Cuando le preguntaron en una ocasión a ese otro gran maestro de la encuadernación contemporánea, Jean de Gonet, cuál era la diferencia entre un artesano y un artista, respondió que para él un artista se reconocía por su capacidad de descubrirse a sí mismo en su trabajo y de reinventarlo. Era aquél que nos mostraba cosas desconocidas hasta ese momento por nosotros, y que sin él ni siquiera las habríamos imaginado.
Según esto, Ivor Robinson, además de un gran artesano de la encuadernación y un reputado maestro, fue también, yo creo, un gran artista de nuestro tiempo.
Eduardo Giménez Burgos
Comentarios
Publicar un comentario