En el Madrid del pasado siglo vivió un encuadernador único llamado Antolín Palomino Olalla. Había nacido en un pueblecito de Burgos, no muy lejos e Aranda de Duero, en 1909 y murió en Madrid en el año 1995. Desde 1942 tuvo un taller abierto en la calle General Pardiñas, entre 1954 y 1955 estuvo en El Salvador enseñando algo de lo que sabía. Era un buen dorador, uno de los mejores, obtuvo el reconocimiento público, muchos alababan sus encuadernaciones, sólo los más ricos las compraban, pero muy pocos sabían apreciar la técnica de su trabajo Ni siquiera la mejor conocedora de la encuadernación española, la bibliotecaria Matilde López Serrano, desde el palacio borbónico, era capaz de distinguir si los decorados de sus encuadernaciones habían sido terminados laboriosamente hierro a hierro o aplicando una plancha.
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Encuadernación de Antolín Palomino |
“Aquí no hay ninguna plancha", se defendió airado Antolín ante la descripción por parte de doña Matilde como plancha de una de las encuadernaciones que él había trabajado con hierros. "Toda la contratapa ha sido dorada... y a mano”.
En el Cádiz de los años cuarenta del pasado siglo, en la avenida de Portugal, trabajaba un modesto encuadernador llamado José Galván Rodríguez. Había nacido en 1905 cerca de Morón de La Frontera y murió en Cádiz a los ochenta y cuatro años. Como Antolín, era muy bueno dibujando hierros, arquillos y tronquillos. Un día -corría el año 1972-, con la ayuda de sus dos hijos, Antonio y José, dio por terminada una encuadernación en la que desplegó todo su arte, su saber y sobre todo su excelso hacer con el dorado: dibujó los hierros, los aplicó magistralmente sobre la piel, inventó una composición originalísima, lavó el dorado, suprimió de rebabas…. pero un compañero de profesión también dorador, al verla, envidioso, le acusó de haber terminado este trabajo dando un “planchazo”, como hacía Thouvenin en el XIX, es decir, aplicando con presión sobre la piel un diseño previo ideado por otro. Akela, el famoso lobo de la selva de Kipling, título del manuscrito encuadernado por Galván, no se merecía un trato tan infamante. Galván, como Mowgli, no cupo en su indignación, como Antolín en su día, y para dar fe de la originalidad de su hallazgo y de paso acallar las insidiosas murmuraciones se le ocurrió una idea: aplicaría sobre la tapa de otro libro los mismos hierros floreales que él había ideado para su obra maestra pero esta vez colocándolos en sentido diferente, en composición diversa. Así no se autoplagiaría, no se repetiría y a la vez demostraría al avieso maledicente que los hierros de la primera encuadernación, que cuajaban de motivos las dos tapas, eran reales, que habían sido creados por él ex profeso, que existían como piezas individuales, que él los había diseñado uno a uno robando horas al sueño… Veamos estas dos encuadernaciones diferentes y parecidas:
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Encuadernación del taller Galván sobre Akela: es la obra maestra del taller Galván de Cádiz |
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Encuadernación del taller Galván decorada con los hierros de Akela. |
Hoy en día esta controversia -hierro a hierro versus placa- , agua pasada ante el auge de mosaico, deja bastante fríos a la mayoría de los encuadernadores en activo. Pocos de ellos doran como antaño (quizá José Luis García Rubio, seguramente Juan Antonio Fernández Argenta, José Cambras, Luis Mínguez y Ángel Camacho), casi ninguno diseña sus propios hierros y nadie los aplica con la pericia de Palomino, Brugalla y Galván. ¿Qué nos queda hoy del dorado clásico? ¿De Florimond Badier y de Le Gascon? ¿De las doublures de las encuadernaciones jansenistas de Boyet? He aquí el paisaje después de la batalla: el legado literario de Jules Fache que puede leerse en La dorure et la décoration des reliures, París, 1954, el de Eugéne Vérbizier que leemos en su magistral Traité de dorure sur cuir, París, 1990), el poco consultado libro de José Vicente Torrente Secorun, Manual del dorado de libros, Clan, 2000 y en las bibliotecas y colecciones privadas las proezas de Manuel Bueno Casadesús, Emilio y Santiago Brugalla, las de los arquillos de ese modesto maestro que fue Vicente Cogollor Mingo, las hazañas de Raphäel, Alain Devauchelle, Raymond Mondange, Ives Devaux, Julien Fléty, Robert Paris, André Jeanne (ver figura abajo) y las de otros de Estienne.
"Hay cosas que desaparecen sin apenas llamar la atención Y quizá se trata de cosas fundamentales", escribió melancólico Roberto Calasso. Inolvidable y ya olvidado dorado.
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