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Andrés Pérez-Sierra y la encuadernación española del siglo XX

Encuadernación de Andrés Pérez-Sierra,
¿Por qué no existe en España una crítica especializada en encuadernación de arte? Lo escrito por los bibliófilos sobre el tema, que es mucho, está lastrado por el impresionismo autocomplaciente del coleccionista. La literatura ligatoria de los bibliotecarios, que es el otro grupo que más ha escrito sobre encuadernación, suele ser secuela o antecedente invariable de   inventarios o de bases de datos de encuadernaciones pergeñadas a menudo con “thesauri” de terminología pocas veces contrastada y en absoluto normalizada. El noble arte de la encuadernación, que en el Renacimiento alcanzó las cimas inigualadas de Grolier, Maioli y Canevari, se merece sin embargo algo más riguroso que las meras impresiones del diletante y desde luego algo más atractivo que las listas farragosas de hierros recopiladas por funcionarios ad maiorem bibliotheca gloria. Estudiemos el libro bellamente encuadernado como lo que realmente es: un artefacto que se añade al códice para conservarlo y embellecerlo, una prístina obra de artesanía, un producto salido de la mente y las manos de unos hombres y unas mujeres que algunas veces han sido capaces de terminar auténticas obra de arte. Todos los encuadernadores saben que, en su oficio, un buen trabajo es casi siempre obra de “una mano que piensa” (Juhani Pallasmaa) y que no parece de recibo pensar por intermediación de otro. Por ello resulta inexplicable, y una presentación sesgada de los hechos, que algunos historiadores de la encuadernación coloquen en la primera línea de sus trabajos a las iniciativas de mecenas, nobles y reyes, a las jactanciosas marcas heráldicas que resplandecen sobre sus libros, en detrimento del trabajo realizado por los encuadernadores. Hoy es mucho más conocido el nombre del marqués de Moya, mero comitente, que el de Juan de Sarriá, su encuadernador ¿Por qué presentar el ars ligatoria como un asunto privativo de ricos y poderosos? ¿El autor  material de un trabajo condenado al anonimato? Felipe IV no firmaba los cuadros de Velázquez. Frente a ello no parece descabellado estimular el estudio de la encuadernación de arte propiciando, por un lado,  el conocimiento de encuadernaciones concretas como objetos de artesanía donde la historia del arte confluye con la de la antropología; en segundo lugar, informando sobre la trayectoria de sus autores, a menudo grandes desconocidos. 
Encuadernación de Andrés Pérez-Sierra, Miguel Gamborino,  Los gritos de Madrid, decoración tipográfica.



Para dar comienzo a esta deseable personificación del hoy casi fantasmal arte de la ligatoria hispana glosaremos aquí el trabajo de Andrés Pérez-Sierra (Madrid-1939). Este encuadernador se inició en el oficio en 1989 en el taller de Honorio Sánchez Cruz, un artesano que, desde la postguerra, transmitía sus habilidades sin cortapisas (a diferencia de Antolín Palomino, no colocaba un paño encima de sus trabajos para que no se viera lo que hacía) y que hoy está tan olvidado como su colaboradora, Josefina Díez Lasaletta,  autora de decorados retrospectivos, como Benito Vera, buen dorador y confeccionador de estuches, y tantos otros encuadernadores que por diversos motivos han permanecido en la sombra a pesar de la calidad de sus trabajos. Honorio enseñó a sus muchos alumnos las verdades indiscutibles en el oficio, a saber, que el diseño de arte se sustenta en la técnica; que sin una adecuada construcción del libro este diseño puede naufragar; que, no siendo fácil dominar al unísono técnica y diseño, parece imprescindible la división de trabajo, resucitar la vieja fraternidad entre las artes y las manualidades. En España ha ocurrido generalmente lo contrario: el individualismo militante de muchos artesanos del libro, convertidos, a veces a su pesar, en trabajadores multitareas, se ha convertido en un mal endémico que ha dejado secuelas en nuestro patrimonio bibliográfico. Nada parecido por aquí al tándem francés Martine Melin-Monique Mathieu o Martine-Melin-Georges Leroux, a la vista de los resultados, un seguro de calidad. Es curioso hacer notar que hasta ahora nadie se ha molestado en traducir al castellano el sustantivo francés façonier (la persona que confecciona el cuerpo de una encuadernación sin pensar en su decorado) porque tal oficio es desconocido entre nosotros. Los sustantivos “cogen” las cosas en forma de nombres, mientras que los adverbios y los adjetivos, a modo de herramientas manuales, modifican movimientos y objetos. Las experiencias de la mano infunden al lenguaje su poder directorio y en el caso de la encuadernación propician el asentamiento fundamentado de los decorados. François Brindeau, uno de los grafistas más reputados de hoy, quizá   lo es porque antes fue façonier de Georges Leroux. 

Encuadernación de Andrés Pérez Sierra

       Andrés Pérez-Sierra pasó, tras estos inicios, por el taller de María Francisca Rein antes de proseguir su formación en la escuela-taller de Ana Ruiz-Larrea. Allí, desde 1992 a 2004, con intermitencias, hace tabla rasa de los hierros, los mosaicos y los dorados de la gloriosa tradición clásica (que hoy mantiene José Luis García Rubio en la estela de Manuel Bueno Casadesús y el taller Galván). En lugar de ello, un decorado renovador sustentado en la obra (geométrica) bien hecha: Micheline de Bellefroid (1927-2008),  maestra insoslayable de muchos encuadernadores europeos, entre ellos de Ana Ruiz-Larrea, a su vez carismática profesora de no pocos encuadernadores, y la tradición belga de la Escuela de la Cambre, cuya cabeza visible fue el maestro Vladimir Tchékéroul, llegan a España; lo hace con bastante retraso pero al fin llegan propiciando que encuadernadores como Inmaculada Gazapo, Margarita del Portillo, Isabel García de la Rasilla, Dolores Baldó y Carlos Sánchez-Álamo, entre otros, aprovechen los inventos que François Brindeau, Florent Rousseau, Jacky Vignon, Edgar Claes y Claude Ribal habían difundido con generosidad impartiendo cursos monográficos y que sobre estos inventos desarrollen su propia personalidad. Pero esta modernidad que, al doblar el siglo XXI, rompe moldes ha entrado en nuestros encuadernadores con escasa deliberación: desde los relumbrones casticistas de Palomino, desde el academicismo racionalista de Emilio Brugalla Turmo, los dos maestros que junto con José Galván dominan la segunda mitad del siglo XX, a unas “vanguardias” que, al decir de la encuadernadora alemana Metchild Lobisch, incorporaron al ars ligatoria los ismos del siglo XX con cincuenta años de retraso o no las incorporaron en absoluto. “Nuestra herencia no ha venido precedida de ningún testamento”, reza el aforismo de las Cartas de Hipnos que tanto fascinó a Hannah Arendt. 


Encuadernación de Andrés Pérez-Sierra

Lo que podemos llamar “escuela de Madrid” no tiene nada que ver con la ligatoria que se ha desarrollado en Cataluña, donde una tradición bibliófila secular y una política institucional de apoyo a las artes del libro mediante la enseñanza desde el siglo XIX ha hecho caminar a los encuadernadores por otros derroteros. Es curioso constatar que Santiago Brugalla Aurignac (Barcelona, 1929-), quizá a causa de su buen conocimiento de la historia del arte, puede que por su innato cosmopolitismo cultural, es probablemente el único encuadernador español que, antes de terminar el siglo XX, había incorporado a sus diseños la idea de asalto a la racionalidad de las formas artísticas que arranca del “Cabaret Voltaire” de Zurich. Dejándose impregnar por Informalismo catalán y por el cubismo de Braque y Picasso (“los ojos de Picasso” es el título de una de sus más célebres encuadernaciones), este artista del libro rompió (recordemos los efectos de sus altos y bajorrelieves) con el gusto acendrado del taller de la calle Aribau por los grolieres, gascones, padeloups y demás pastiches. 

     
Encuadernación de Santiago Brugalla para "Los ojos de Picasso" de Rafael Alberti

      Es una excepción a la que cabría añadir la espléndida recepción del hilo de oro de Thérèse Moncey por parte del taller Galván de Cádiz. Pero no se puede pedir más: en los años 1910 no tuvimos en España a nuestro Pierre Legrain, en los 1920 a nuestra Rose Adler, en los 1950-1960 a nuestro Henri Creuzevault , y en los 1970 a nuestro Pierre-Lucien Martin. París marca la pauta, establece las diferencias y pone de relieve las carencias. 


   La renovación que trae Pérez Sierra en Madrid, diez años más joven que Santiago Brugalla, es diferente, más peculiar y a su modo más heterodoxa que la del encuadernador catalán. Sus encuadernaturas (es el afortunado neologismo inventado por un encuaderno-arquitecto para designar sus trabajos) son obras de arte, no sólo de artesanía, de un arte   entreverado de geometría, de dibujo y de resonancias espaciales que, como en el caso de las encuadernaciones de François Brindeau, se someten de buen grado a los condicionantes de la física de los materiales. Impregnado por la técnica y por la idea de progreso, admirador a distancia de los engranajes de Edgar Claes, en la órbita del diseño industrial, este encuadernador, en cuyo taller -señala Dolores Baldó- es posible ver tuercas, tornillos, gatos, sierras y alicates, que ha confesado sentirse motivado por los picaportes de los coches, el tapón de un depósito de gasolina o por el encaje milimétrico de la puerta de un automóvil en su marco, ha terminado originales artefactos constructivos fácilmente reconocibles, es decir, ha creado un estilo. Sobre el caparazón del libro, tipografías diseñadas por él mismo o por Cristina Pérez-Sierra Feduchi (en ocasiones rotuladas por Juan Antonio Fernández Argenta) que recuerdan las de Paul Rand y Raoul Hausman. Sobre el veau-box, encima de encartonados de plena piel, revestimientos translúcidos, papeles impresos o tintados, aplicaciones de piel de lagarto, troquelados a varios niveles, alambres de alpaca crean fracturas en el espacio, trampantojos, sorprendentes simulaciones de materia… Láminas superpuestas, fondos de cartulinas a diversos niveles, incrustaciones a ras, incisiones, escisiones, puntos focales troquelados, encajes y acoplamientos de piezas atornilladas crean altiplanicies, sombras, una espacialidad trimidensional. El resultado: estructuras rotundas y sin resquicios que, como sucede en muchos edificios, no desvirtúan   las cualidades de un ornamento que se subordina a los requerimientos tectónicos de la construcción. Los vivaces colores de estas encuadernaciones no buscan la armonía decorativista y pacificadora de la que habla Michel Pastoreau, producen más bien el efecto agresivo de un neón warholiano . 
Encuadernación de Andrés Pérez-Sierra
Pérez-Sierra, que forma parte del grupo de trabajo de encuadernadores españoles autodenominado Cinco+, no alienta, como Ulises Carrión, la reflexión intempestiva sobre el texto del libro, pero sí que propicia una meditación desapasionada sobre él, una decoración que, exonerada   de la obligación de aludir directamente al texto, formaliza sutilmente sus ideas matrices: “Haber leído el texto y recordarlo para inmediatamente olvidarse de él o al menos no tenerlo en cuenta. Solo aromas y sugestiones”, ha escrito este encuadernador. 
Encuadernación de Andrés Pérez-Sierra para Antikódi, de Václav Havel, piel de cabra con aplicaciones de chagrín
En el decorado para Antíkôdi (figura arriba),  un libro de poesías de Václav Havel, la Primavera de Praga y la invasión de Chequia en 1968 por el Pacto de Varsovia quizá (es el adverbio que denota la duda del propio encuadernador) ha sido aludida con una mancha de chagrín anaranjado cuyos contornos remedan un amenazante tanque soviético o puede que un robot hijo de Karel Kapek. Acaso esta máquina, lo que su nombre significa en checo, resuma metafóricamente el trabajo de este original creador de formas y es posible también que el futuro que se vislumbra para la encuadernación de arte en España. 


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