El año Cervantes nos han traído a la memoria encuadernaciones extraordinarias. Hoy describimos un trabajo terminado en abril de 2012 por Eduardo Giménez Burgos, un encuadernador que es profesor en la Escuela Libro de Zaragoza y el gran divulgador en España de la encuadernación oriental.
Sobre este Quijote samurái este encuadernador ha empleado madera con articulaciones y charnelas de piel de ternera. Las tapas y el lomo son de ébano de Macassar con incrustaciones de caoba de Santo Domingo. Como sucede en algunas encuadernaciones de Jean de Gonet, en este caso la madera puede ser descrita con el vocablo griego υλή, una palabra que amalgama en un todo significante la idea de materia en sentido filosófico (Aristóteles), la de árbol, la de materia física con la que se hace un objeto o constituye la parte sustancial de un cuerpo (Tucídides), la idea de material de construcción, por ejemplo, la madera que rellena la parte vacía de un barco (Jenofonte) y la idea de materia de un poema, de una obra literaria (Galeno). Todos estos significados convienen a esta encuadernación.
El rotulado del lomo, de tinta negra, se ha hecho a la china. Sobre las tapas, caligrafía original de Kumiko Fujimura con el título de la obra y el nombre de la ilustradora. Las guardas volantes son de papel de Nepal. En el lomo, el título ha sido caligrafiado sobre el tejuelo de madera de caoba.
El estuche es de seda negra, pero en él se ha utilizado también papel momigami verde con pasadores de bambú tallados a mano. Es un estuche articulado (chitsu) que se pliega en tres piezas: la tapa exterior, la tapa interior y el fondo. Es una funda protectora de un libro, pero podría haber sido un receptáculo de otros objetos, también un contenedor de varios libros que tratan de un mismo tema. Este estuche es una recreación de las «cajitas japonesas» típicas de la fábrica narrativa del “Quijote”, que, como es sabido, está estructurado como un diálogo de «los autores que deste caso escriben» (I,1) con un segundo autor, el compilador, quien, a su vez, descubre la obra de un tercero –Cide Hamete Benengeli–, a quien se llama «primer autor», artífice de una obra trasladada y adaptada por un cuarto interviniente que es a la vez traductor, censor y exégeta. Texto dentro de texto, libro dentro de estuche, digno correspondiente de la relojera arquitectura que de su sofisticado objeto narrativo nos ofrece Cervantes.
Las citas a la cultura nipona son múltiples, a saber, la cubierta ha tenido en cuenta la estampa japonesa (Ukiyo-e o «pinturas del mundo flotante», que tanto fascinaron a Paul Jacoulet) con escritura en ideogramas con tinta china; sobre la madera se han caligrafiado o letras; el armazón es una estructura ligatoria llamada encuadernación japonesa (por su semejanza con la encuadernación tradicional de cuatro agujeros). Se separa, sin embargo, de esta estructura ligatoria en la utilización conjunta de madera y piel, que es excepcional en la encuadernación nipona, normalmente fácil de ejecutar, sencilla, con esquinas (kadogire), tira de título (daisen) y cosido interior con la posible variante del cosido de monje. Colocadas a nivel y ligeramente pulidas, sin ningún añadido de barniz o pintura, para resaltar su belleza natural, estas maderas exóticas, de dos tipos, han sido colocadas en tapas y lomo: entre las lamas de madera, el encuadernador ha incrustado varillas que desempeñan una función estética a la vez que estructural: evitar el arqueamiento de las tapas, dadas sus grandes dimensiones. Esta articulación de las tapas ha sido lograda gracias a una doble charnela de piel, visible tanto por fuera como en el interior del libro, lo que permite una sujeción firme y duradera, dado el gran peso que las tapas han de soportar. De hecho, toda la «estructura ósea» de este libro es visible en la suma de las más de cuarenta piezas que la componen conformando una armónica maquinaria de precisión. El lomo, donde las escartivanas facilitan la apertura completa de las hojas, está cubierto, en la cabeza y pie, por esquinas decorativas (kadogire), a semejanza de las encuadernaciones tradicionales japonesas. Son pequeños rectángulos de tela laminada que envuelven las puntas superior e inferior del lomo.
Las caligrafías de las tapas, como las del interior, se componen de ideogramas pintados con pincel, tinta china y caracteres latinos. Las palabras "Don Quijote", que leemos en la cubierta anterior, están en katakana, sistema de escritura utilizado para los vocablos extranjeros. "Samurai", en el centro, está escrito en Kanji o ideograma chino. En la cubierta posterior leemos el nombre de la ilustradora y vemos el sello del encuadernador en sus transcripciones fonéticas en japonés. En el centro del lomo ha sido rotulado el título con tipos de bronce, al estilo occidental. La disposición de las caligrafías emula la que podemos ver en mu- chas cortinas tradicionales japonesas llamadas noren, pero de este motivo inspirador, muy estilizado aquí, sólo queda la forma, si bien, de algún modo, el concepto que el diseño traslada a la cubierta del libro cumple idealmente las mismas funciones que estas cortinas desempeñan en la cultura oriental: embellecer el objeto que ocultan, invitar a descubrir un contenido no manifiesto, preservar lo que está dentro (en el interior de las casas y comercios, dentro de las tapas de los libros), anunciar o dar al público lo que cabe esperar hallar después de franquearla (en el caso de los libros, la cultura escrita).
Giménez Burgos ha culminado un diseño hermoso a la vista, sensual para el tacto y, dadas las propiedades de las maderas, piel y tinta china, agradable al olfato. Como los inciensos en las igle- sias, la suavidad del aroma que no se desprende fácilmente de los materiales busca recrear, despertar y purificar los sentidos para volver al sujeto más propicio a la contemplación.
Domina la economía de medios, como en las encuadernaciones del gran encuadernador Vladimir Tchékéroul, donde cada paso ha pedido un juicio particular referido a sus propias circunstancias, sin más indagaciones, un orden y una correspondencia infalibles entre una cosa y otra que observa los pasos para alcanzar un resultado funcional teniendo en cuenta las propiedades físicas y el cálculo de las resistencias de los materiales. Los colores de esta encuadernación, concertados entre sí, son sobrios y en todo conscientes de que los ojos se ofuscan lo mismo al ascender de golpe hacia una gran luz que al bajar a la sombra. El arquero que rebasa el blanco no falla menos que aquel que no lo alcanza.
Juguete pulcro y minimalista solo apreciable por una mirada inmóvil podemos tener a esta estructura japonesa, como las de Florent Rousseau, como los "netsuke" del Salón de Charles Ephrussi, por una cosa apta para ser mirada con arrobo, como un fotograma mizoguchiano de Ugetsu Monogatari, manipulada, acariciada, algo para tocar, un objeto hecho para la conversación divagatoria. Oriente contempla la belleza de las cosas manteniéndola semioculta, entreverada de sombras, para enorgullecerse de su levedad.
La utilización armónica de los materiales y el ensamblaje milimétrico de las piezas acercan este trabajo a los pulcros “juguetes” de piezas ensambladas terminados con muchos más colores por el encuadernador madrileño Andrés Pérez-Sierra. En ambos casos nos las tenemos que ver con un objeto exquisito y sensual. A este encuadernación, como al Kioto de László Krasznahorkai, cuidad de las referencias infinitas, cada una de las cuales se remonta a una Gloria de un pasado que no puede comprobarse, a una Gloria inexistente situada en un nebuloso e inasible pretérito, se le ha encomendado la tarea de representar lo atemporal, lo intangible, lo que no dispone de realidad. Se trata de afirmar un sentimiento fugaz por encima de cualquier sobrecogimiento grandilocuente. En la caligrafía, lo que Adolph Loos decía del estilo japonés: un abandono de la simetría (resultado de la observación de la naturaleza), un achatamiento o carácter plano, la bidimensionalidad, que sedujo a Gauguin.
Situaremos esta encuadernación en la constelación de las xilografías, tallas sobre madera, cerámicas, biombos lacados, textiles y estarcidos que, como quería Fukuzawa Yukichi, han logrado congeniar los elementos tradicionales con los modernos. Por su casi monocromía que unifica el cosmos, sus exigencias de pureza, espontaneidad artificiosa, voluntad de transmisión del espíritu, vaga impresión de despertar repentino, reducción dialéctica de opuestos, éxtasis creador, arte entendido como procedimiento mágico, invitación a la meditación, liberación de las fuerzas vitales y animación de un espacio interior, advertimos en esta encuadernación el mismo coup de chapeau á l ́Asie eternelle que, según Maurice Nadeau, los surrealistas habían deseado para toda obra de arte.
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