“El libro es un objeto que percibimos con
todos nuestros sentidos mientras lo leemos”, dejó escrito Roger Laufer. A lo
que podemos añadir que un libro bellamente encuadernado, leámoslo o no, es un
objeto artístico porque enuncia unas cualidades que van más allá del habitual
uso funcional relacionado con la conservación y la protección que proporciona
toda encuadernación. Nos interesa de él ante todo la realidad indubitable de
una hermosura exterior cuya difícil descripción reclama el conocimiento
conjunto de su ornamentación y estilo. La primera aporta un interesante factor
instructivo de cultura histórica, pide un análisis microscópico y una precisa y
atenta observación. Contamos aquí con los trabajos de Semper, Bötticher,
Jacobsthal, P.S. Meyer y en el terreno de la decoración exterior de los libros
con lo escrito en el siglo XIX en España por el erudito vallisoletano Rico y Sinobas
y con lo practicado y lo escrito por Hermenegildo Alsina Munné en su Addenda de 115 láminas al Manual de ornamentación de Meyer. Alsina
fue, desde 1930, proyectista de encuadernaciones de arte y profesor de
composición decorativa de Emilio Brugalla.
El estilo resulta del conjunto de las peculiaridades que derivan de una relación recíproca que en el libro-objeto se da entre una materia, una finalidad y una forma. Sustenta una perspectiva sintética más proclive a construir y desarrollar conceptos partiendo de la organización de los ornamentos en una composición (lo que los latinos llamaban compositio) que a descomponer, individualizar y a deducir conclusiones a partir de estos mismos ornamentos. Ornamento y estilo están relacionados: el análisis microscópico de los motivos que patrocina el primero conduce hacia esa la comprensiva síntesis de referencias culturales interconectadas que implica el estilo.
Así las cosas, no es posible sino considerar a los super libros-heráldicos y no heráldicos que vemos en tantos planos y cortes de encuadernaciones históricas más que una mera contingencia, un aditamento a posteriori, una forma de sumisión del libro a un propietario narcisista (persona física o jurídica) replegado sobre su fetiche. ¿Por qué hacer de un mero avatar el centro de los análisis de estudio? ¿Ha de elevarse el factor personal-nuncupatorio o patrimonial-áulico de una marca o emblema de propiedad a elemento definitorio de un sistema complejo de decoración? ¿Es la comodidad del investigador? ¿Añaden acaso algo nuevo estos signos distintivos externos al libro? ¿Incorporan algún elemento nuevo a su bookness, o “libreidad”, según la expresión de Philip Smith? ¿Qué aportan a los elementos que pueden llegar a configurar prístinamente su belleza? Veamos ejemplos.
Las encuadernaciones-divisa de la Real
Biblioteca del Monasterio de El Escorial terminadas en pleno Renacimiento en el
obrador de Pedro del Bosque (1560) con una parrilla gofrada sobre el becerro
avellanado nos dicen mucho sobre un modelo de política uniformizadora y
contrarreformista de biblioteca. Presentan, en cambio, un dudoso interés
artístico, en especial cuando las comparamos con algunos de los estilos ricos
del humanismo europeo tan bien representados en la Laurentina: fanfares, encuadernaciones parisinas con
el hierro del Arco de Cupido, grolierescas, plantinianas antuerpienses
dedicadas a Felipe II , hierros dorados y plaquetas del “encuadernador de
Mendoza”, etc El gran arte renacentista de la encuadernación patrocinado por
mecenas como Diego Hurtado de Mendoza, Jean Grolier o Federico de Montefeltro
frente al “traje aprobado por Felipe II” (Guillermo Antolín-Charles Graux). La
voluntad de estilo frente a unos programas institucionales de reencuadernación
en general bastante alejados de la genial síntesis de las encuadernaciones á grand decor de la Biblioteca Real de
Fontainebleau (ca 1540-1550), donde Étienne Roffet armonizó las cifras de
Francisco I con la estética fanfare, los
super libros reales con los
sembrados, los arabescos, los hierros azurados y los entrelazos.
La Real Biblioteca de Madrid también impulsó desde el siglo XVIII un programa de biblioteca, una política de homologación serial, positivista e institucional que seguramente trabó la libre creación de grandes artistas del libro; indudablemente la gravó funcionalmente en los casos en los que el autor de una encuadernación estaba sometido a las obligaciones inherentes al cargo de encuadernador de cámara. Desde 1799 Pascual Carsí Vidal doblega la espléndida mitología monumental de Winckelmann, presente en el paradigma que en Francia nos da Bozerien le Jeune, a los estereotipos formales de una previsible “estética del blasón”. Semejantes restricciones debieron condicionar también a sus sucesores en el cargo: los encuadernadores Santiago Martín (desde 1804), Pedro Pastor (desde 1829) y Manuel Ginesta de Haro (a partir de 1839). Al doblar el siglo XX, el Conde de las Navas, director de la Biblioteca Real Particular, desarrolla un programa de exaltación patriótica deseosa de apresar la quintaesencia borbónica, una suerte de identificación bibliográfico-simbólica de la figura del rey con los signos de la heráldica. Años después, Hermenegildo Miralles, Adriano Durand, Victorio Arias, Justo Luna y Valbuena y ya en la primera mitad del siglo XX, bajo los requerimientos de José Lameyer, incluso el independiente y autoexigente César Paumard, todos ellos recibieron encargos de palacio y colaboraron en la construcción programática de una imagen histórica de la figura del monarca a base de ex-libris y super-libros poco atentos a algo que no fuera una estética cortesana autorreferencial. ¿Dónde quedó el arte de la encuadernación si el resultado final fue, como el de cualquier otra burocratización según Max Weber, la inhibición de la imaginación, la inercia creativa y la falta de iniciativa?
( "Encuadernación de arte", nº 41-42, págs 75-77).
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