El pasado mes de
diciembre se dio a la imprenta el libro de María José Blas Ruiz titulado Aguilar.
Historia de una editorial y de sus colecciones literarias en papel
biblia(1923-1986). Esta obra está dividida en tres
partes. La primera es una biografía de Manuel Aguilar Muñoz: comienzos, madurez y un final que nos hace creer que, por bien que la haya meditado, la vida de un hombre escapa a sus designios y, una vez muerto, su obra, en manos de otros, puede adquirir valores distintos a los previsto por él: Aguilar fue adquirida en 1986 por el grupo de empresas Timón. La segunda es un catálogo razonado de
su producción editorial. La tercera, una descripción del entorno social en el que se
desenvolvió la aventura cultural de este editor-librero cuyas realizaciones marcaron toda una época. A lo largo de 311
páginas, la fotografía (de personas, libros y documentos oportunamente
exhumados) y la narración de hechos al
hilo de una oportuna documentación alternan
con un exhaustivo repertorio de los títulos y colecciones publicados por la editorial (desde 1923) a lo largo de su dilatada historia.
Dentro de esta ingente producción la autora de este libro, librera anticuaria en la madrileña Librería del Prado, ha destacado la creación, desde 1928, de
una colección que dio a la editorial un sello inequívoco de identidad: las Obras Eternas
reunieron en uno o varios volúmenes las obras completas de los autores clásicos
(Manuel Aguilar prefirió los valores seguros a la
novedad) . Esta realización ganó muy pronto entre el público la fama de
producto cultural benemérito. Sospechamos que la presentación formal de sus libros tuvo
mucho que ver con esta buena acogida. El soporte de estos libros fue el papel biblia, un material entonces innovador que Juan
Ramón Jiménez describió como “papel fumadero” (el purismo hiperestésico no dejó al poeta de Palos apreciar la originalidad de compaginar un papel tan fino y resistente con unas tapas flexibles de plena piel con
estampaciones en oro, un modelo muy imitado después en España y superado con creces en
Francia por la mítica Bibliothèque de la Pléiade de Gaston Gallimard) . La burguesía
española de la mitad del pasado siglo colocó con orgullo estos volúmenes en sus bibliotecas.
La foto de la lectora que vemos arriba, una de las muchas en la obra que comentamos, es francamente
artificiosa (¿pasan realmente sus
ojos por encima de la apretada y pequeña tipografía de los libros de la editorial? ). Sospechamos que no ha de perseverar mucho en su tarea. Los
libros de las estanterías del
fondo, con sus lomos de relumbrantes letras doradas, son envarados objetos de decoración, ostentatorios iconos de un bibliofilia mediocre recelosa de lo que Eugenio d´Ors llamó “la mandanga estética de las justificaciones
de tiraje, tricromía, exlibris, colofones...”. El marketing de la
editorial, preocupación preferente de Manuel Aguilar y quizá sobre todo de su esposa, la israelita Rebbeca Arié, los presenta aquí como objetos de
meditación y estudio, pero, a decir verdad, a duras penas consigue diluir la impresión de libros muertos y mayestáticos volúmenes-cenotafios que, primorosamente apretados y alineados en sus
estanterías, parecen descansar por los
siglos de los siglos envueltos en un original
celofán intonso.
Estas interpretaciones icónicas
(que propicia la rica imaginería de este libro) han de interesar a los
sociólogos de la lectura. El lector ingenuo, por su parte, disfrutará de las fotos de esta monografía como si fuesen un entrañable álbum de familia (lo es en cierto modo) o una colección de cromos bibliográficos recuerdos de una infancia de lecturas intensas.
Las Obras Eternas aportaron lo que muchos
españoles, seguros de estar rindiendo pleitesía a los grandes nombres de la
Literatura, creyeron indiscutible canon
estamental de alta cultura. ¿Estaban en lo cierto? Impresiona la trayectoria académica o universitaria de los Federico Carlos Sáinz de Robles, José María
de Cossío, Antonio Jiménez-Landi, Luis Astrana
Marín, Ángel Valbuena Prat, Blanca de los Ríos y otros, pero la realidad
a menudo desmiente la auctoritas cultural de este proyecto magno de vocación: obras “completas” incompletas,
traducciones mutiladas o mediocres, algunas firmadas por un Cansinos Assens
ejerciendo de bohemio: “Yo escribía y echaba en los cajones aquellos papeles,
que ni yo mismo volvía a leer luego…”, recuerda el escritor sevillano en La novela de un literato.
El libro de María José Blas, que ha contado con la colaboración
del librero anticuario y bibliófilo José Luis Sánchez de Vivar Villalba como supervisor, corrector y catalogador, llena un vacío en los estudios sectoriales sobre las editoriales españolas del siglo XX. Gustará a los bibliófilos lectores (su punto de vista
aflora en el subjetivo y perspicaz prólogo firmado por Luis
Alberto de Cuenca) y a los libreros
que, como la autora, ejercen su profesión con deliberación (¿una herramienta con la que atender a las demandas de los coleccionistas de crisolines?). La
presentación del dato biográfico codo a codo con la imagen, la estructuración
coherente del material bibliográfico
y una puesta en página
inteligente y explicativa a cargo del diseñador gráfico Javier García del Olmo ponen ante
nosotros una obra para leer (no solo
por la calidad de su impresión) y para ver (no solo por sus fotos inéditas).
Tiene además esta publicación un interés muy especial para los historiadores
de la encuadernación. No solo se tipifican diseños ligatorios retrospectivos cuya
identificación escapan a los no conocedores, sino que, además, se atribuye el diseño de algunas encuadernaciones de lujo de la editorial de
después de la guerra civil (foto arriba) al afamado
encuadernador Antolín Palomino Olalla . A diferencia de Paul Bonet, que en el París de los años cincuenta supo
aligerar sus fastuosos diseños irradiantes para adaptarlos al funcionalismo de los encartonados de la N.R.F.(foto abajo) , el maestro Antolín no logró en estas
sus colaboraciones con Aguilar adaptar sus decorados, de un relumbrón casi otomano, al pragmatismo requerido por la decoración de una encuadernación industrial llamada a
fines utilitarios.
Es esta una de las
muchas reflexiones que suscita este interesante
libro llamado a convertirse en un instrumento
imprescindible para revisitar una
editorial que todos creen conocer bien, pero cuya versatilidad de títulos y
tipologías bibliográficos nunca ha dejado de deparar sorpresas. Creo que solo por
ello hará las delicias de los más recalcitrantes coleccionistas de recuerdos.
(Una crítica más detallada de este libro aparecerá en el
número 40 de la revista Encuadernación de
arte)
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