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AZORÍN

Azorín: Bibliofilia y encuadernación   


Primera edición de "Los Pueblos"  (1905)  en la editorial del hispanista inglés Leonardo Williams.    Sobre   la  tipografía  negra y la marca de impresor,    el  retrato   de  Martínez Ruiz  pintado por Sancha emerge   luminosamente misterioso   de entre las tinieblas:  es la artificiosa imagen    creada por el   autor en  los  años  en que Azorín  era  "Candido" o el destructivo  "Ahrimán".  Aquí aparece con  capa y  monóculo pero falta   el paraguas rojo de seda y la tabaquera con rapé. 




Nada más   traspasar el umbral  de   la  Casa-Museo  Azorín de Monóvar (Alicante), el visitante   siente que     ha entrado en  el ámbito de un  escritor que amaba  a los libros.  Todo   apunta hacia lo mismo.    Primero, las imágenes de Martínez Ruiz:  los retratos  pintados por  Genaro Lahuerta y  Aureliano Beruete, los dibujos de  Sorolla, Zuloaga, Vázquez Díaz, Sancha  y Cañizares  representan al escritor   aureolado con las cualidades  del hombre de letras. Después, las  fotos de  escritores , de periodistas, las litografías, incluso los muebles y los  objetos personales nos remiten a un  mundo literario concluso y autosuficiente.  En las  plantas segunda y tercera  de esta casa se  acumulan   los  libros. Es un  conjunto  bibliográfico impresionante formado por   la   biblioteca familiar -los   libros  del joven Martínez Ruiz-  y  la biblioteca personal  que  el escritor  tenía en su casa de Madrid,  en Zorrilla 21,  poco antes de morir. 
Despacho de Azorín en la Casa-Museo de Monóvar (Alicante). La describe José Alfonso como "casa ancha, con salas holgadas para vagar, muebles patinados, cuadros, estampas, bibliofilia, copiosos libros, el infolio junto al dozavo, folletos, periódicos, papeles y lecturas". 

La   biblioteca familiar o biblioteca de formación  está formada por cuatro mil doscientos volúmenes,  legado de José Soriano,  Josefa Mestre, de los padres y hermanos de Azorín o procedentes  del antiguo convento  franciscano de Monóvar desamortizado. La  biblioteca personal  la conforman  ocho mil ochocientos ocho volúmenes, sobre todo  ediciones de clásicos   subrayadas y glosadas con acotaciones marginales del puño y letra de Martínez Ruiz.   Su  buen estado de conservación,  su meticulosa clasificación  y la pulcra  fijación de los tejuelos sobre  algunos  lomos pergamináceos   indican que el  dueño de estos documentos o quien los ha cuidado (durante muchos años lo hizo con gran celo Amancio Martínez Ruiz, hermano de Azorín)    no sólo los ha leído sino que además ha  hecho de ellos  el centro de su vida.


Cuando, tras recorrer  esta espaciosa  mansión provincial del siglo XIX con balcones de hierro colado, el visitante sale a la   calle    e intenta recordar  algo sobre Martínez Ruiz,  viene primero a su memoria   la imagen de   pueblos inermes y melancólicos de desolado inmovilismo, después un estilo recortado, definido y limpio -el arcaísmo, el neologismo-, una vida y una obra largas,  impresiones de un tiempo estancado, el perfil de un joven con “un paraguas de seda  roja con recia armadura de ballena”…   Después, los    libros- algunos de ellos coinciden con los  de las dos   bibliotecas monoveras -,  las citas  de lecturas, las rebuscas  en baratillos, las librerías,  los libros sobre  libros:  Azorín  lector profesional, Azorín erudito, Azorín excepcional crítico literario, bouquineur  quizá antes que bibliófilo, en todo  caso un bibliófilo singular… 
Cada vez son más las  estudiosos que hoy en España se ocupan de la llamada preceptiva bibliofílica.  Francisco Mendoza Díaz-Maroto y Victor Infantes han hecho  sendas aportaciones   al estudio de  la figura del  biobliófilo. Faltan, sin embargo,   monografías sobre la  bibliofilia de nuestros escritores contemporáneos   y algunos , como Unamuno, Rubén Darío o Baroja, bien  las merecen. Juan Antonio Yeves   lleva  completando   desde hace años    el estudio de las relaciones de   José Lázaro Galdiano y  de los autores de “La España Moderna” con el mundo de los libros. E. Inman Fox, Roberta Johnson y Magdalena Rigual Bonastre, entre otros,  han aludido  a la bibliofilia  azorinana. Dada la amplitud de la obra escrita  por el escritor  levantino,  parece  que el tema está aún muy lejos de haber sido agotado
  Lo que sigue  hace una aproximación genérica a la bibliofilia de José Martínez Ruiz   repasando  algunos de sus  libros y artículos de prensa. Se han  utilizado tres vías de investigación:  1)  Descripción  somera de sus ediciones y relación de  sus principales editores.  2) Ilustración de  portadas seleccionadas de sus libros. 3)  Transcripción  de   textos azorinianos de i interés  bibliofílico  divididos en tres apartados:   lecturas, entornos del libro y bibliofilia. 
   
Azorín y la lectura: sus autores predilectos

 Hablar de las lecturas de Azorín es  hacerlo también de las  de sus personajes de ficción. El  autor levantino  pone en boca de sus trasuntos literarios lo que ha leído en sus clásicos redivivos o en sus autores descubiertos.  Yuste,   personaje principal  de “La voluntad”, expone  ideas de Schopenhauer y Montaigne; Lasalde habla unas veces como  el utopista Tomás Moro, otras con la  sentenciosidad conceptista de  Baltasar Gracián. Puche desarrolla conceptos de la Biblia. Oláiz  se expresa  como los personajes de Baroja. Un anciano de pelo canoso pero de curiosidad joven se convierte en el portavoz del federalismo republicano de Francisco Pi y Margall. En “Antonio Azorín”, Verdú es Amat y Mestre mientras que  Sarrió se pone en la piel de Silverio Lanza. 
Las lecturas de  José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (1873- 1967) y  de sus trasuntos han sido minuciosas y  reflexivas y, como las de Bouvard y Pécuchet,  copiosísimas y variopintas. A   diferencia de las de los dos personajes de Flaubert,  muy provechosas.  Azorín describe en uno de sus muchos “alter ego”, Antonio Azorín,  lo que seguramente es  pasión propia por la lectura indiscriminada: “Azorín lee en pintoresco revoltijo novelas, sociología, viajes, historia teología, versos… Él no tiene criterio fijo, lo ama todo, lo busca todo”.  
  ¿Qué autores lee  Azorín ? En su juventud  a  Darwin, Spencer, Ruskin, Kroptokin y  Taine (autores traducidos en “La España moderna”), después a Schopenhauer, Montaigne y Nietzsche (en  “Diario de un enfermo” (1901)  alimentan su escepticismo y pesimismo), a  afrancesados como Moratín, Larra, “Fray Candil”, la  Pardo Bazán, Clarín y Bonafoux.  A continuación a La Rochefoucauld, La Bruyère, Pascal, Montesquieu, Flaubert (Azorín es un “bovarista”), Stendhal, Verlaine, Renan, los hermanos Goncourt, Regnard, Rollinat (Azorín conoce bien   la literatura francesa). Viene después   la poesía de Leopardi, la filosofía de Kant, Berkeley, Lucrecio, Platón, Moro, Campanella, Lamarck, Nietzsche y  el padre Vitoria.  Lugar preferente, como noventayochistas o precursores, ocupan  Ángel Ganivet, Pio Baroja y Silverio Lanza . Además,  Ceballos y Vélez,  Georges Rodenbach, Faure,  H. Hamon,  Guyau,  Max Stirner, Max Nordau, Tarde, Oller, Ruiz Contreras, Pompeyo Gener, Santos Álvarez,  Martín Luque, José Ixart, González Serrano,  Eduardo Soler, Pedro Dorado Montero y Jorge Santayana. En su obra dramática, desde el comienzo de "Old Spain" (1926) hasta  "Farsa docente" (1942),  se trasluce la lectura de Maeterlinck, Ibsen, Pirandello, Cocteau, Meyerhold, Pittoeff, Lenormand y Giradoux.    Lee también a  autores relegados, que da a concer : José Mor de Fuentes y José Somoza y Muñoz (1781-1852). Están los clásicos, bien asimilados, leídos e interpretados, los curiosos, los raros, los olvidados  y los  excéntricos. 
¿Qué ideas extrae Azorín de sus autores predilectos? De   Montaigne  sus ideas  sobre la educación de los niños, su  aprecio del   dominio  de las pasiones y   su “ concepción ondulante, flexible, circunstante y contingente de la vida”.  De Schopenhauer, cuyos libros están en su  biblioteca,  Yuste toma la equiparación del mundo con la representación del mundo. El filósofo alemán   también  le imbuye  la imagen  del artista-filósofo. Baudelaire le transfiere   el aura  del  poeta-filósofo.  Giacomo Leopardi, cuyos “Canti” admira, le insufla  el arte de evocar las sensaciones y la  idea de considerar  el tedio o “noia”  una suerte de éxtasis místico. Darwin y  Taine,  el determinismo de la herencia  y del medio ambiente:   en   “La Ruta de Don Quijote”, como el Unamuno de “En torno al casticismo”, Azorín presenta  la personalidad de Alonso Quijano como  producto del ambiente físico llano y monótono de La Mancha, donde “la fantasía se echa a volar por estos llanos”. Spencer, Ruskin, Carlyle y Nietzsche le transmiten  la importancia de la investigación científica y del empeño artístico. Las ideas sociológicas de la escuela italiana de Lombroso, Garófalo y Ferri, autores publicados en  “La España Moderna”,  están muy presentes en   “Sociologia criminal” (1899) 
Hegel y Bergson le comunican sus  inquietudes por la naturaleza del tiempo y de la historia. Georges Rodenbach le inspira la descripción de  las viejas ciudades de provincia, la  tópica simbolista de la ciudad muerta. Maurice Maeterlinck, la metafísica de los sucesos y cosas de apariencia irrelevante. Antes de la publicación de “La voluntad”, la claridad de estilo  y sobriedad ática de  “Anarquistas literarios” (1895)   debe demasiado al   periodismo  republicano  de Francisco Pi y Margall,  uno de los principales referentes intelectuales  del joven Azorín. 

 Azorín: las palabras y las cosas
“Azorín es un gran lector –escribe Alfonso Reyes- . Es, desde luego, el único que ha sabido leer a los  clásicos… A veces escribe porque lee y a veces escribe  lo que lee. Su caso recuerda al joven Stevenson, que acostumbraba a salir al campo con un libro en el bolsillo izquierdo, para leer, y un cuaderno en blanco en el derecho, para escribir. Y creemos, con una adivinación maliciosa, percibir en su cara un ligero gesto de despecho cuando “Le Maître” se le anticipa llamando a su libro  Al margen de los viejos libros. Azorín siente que esta denominación le pertenece y hace bien en reivindicar el título para su obra”. 
Pero Azorín no sólo hace suyas las  ideas que ha leído en los  clásicos, no es sólo un lecto-escritor de los  autores de siempre, sino que, además, en perfecta simbiosis con su legado, escribe como ellos –como Zabaleta, por ejemplo- apropiándose de su modo de construir la oración y  de su  léxico. Por otra parte, asume  la perspectiva, el modo de ver el mundo que tienen los autores que  llenan su biblioteca.La  lectura azoriniana no sólo mimetiza los contenidos sino también los estilos literarios y los puntos de vista de los autores predilectos.
“El libro se interpone entre la realidad y nuestra sensibilidad, entre el hecho y la comprensión. En un lugar placentero –paisaje, monumento, museo, catedral-, apenas entramos en contacto con la realidad surge el recuerdo del libro famoso que ha fijado un aspecto de esa realidad, y que, velis nolis, nos la impone”.  Para  Azorín el libro  es un mediador primordial en el  conocimiento  humano  y  un elemento  configurador de diferentes clases de realidades.  En   las  autobiografías  “Valencia”, “Madrid” y  “Memorias inmemoriales”  lo narrado  mimetiza  la experiencia.  En las  obras   superrealistas de los años 1928-1930, en cambio,   esta narración  no coincide con la experiencia, sino   que es  la descripción  del  acto mismo  de conocer. 
Primera edición de Superrealismo en Biblioteca Nueva. Las cubiertas son tersas, una vestidura aséptica, de laboratorio, que dio forma sensible a la vanguardia de los años 1920.  

Lo que escribe Azorín a menudo está condicionado por la conciencia artificiosa que él ha adquirido de la realidad a través de la lectura. ¿Son reales sus fondas, catedrales, casinos destartalados de pueblo, paisajes, ciudades vetustas o interiores de casas levantinas? ¿No es Azorín más bien un refundidor ficticio de pasados y presentes literarios? ¿No están incluso    sus recuerdos más reales teñidos  por la otredad literaria? : niñez  en  Monóvar y Yecla,  evocaciones de Valencia, Salamanca,  Segovia, relato de la  bohemia periodística de fin siglo,  encuentros con Mariano de Cavia, Ortega y Munilla y Clarín,  exilio en París...



En  las colaboraciones de Azorín  en la ultravanguardista “Ddooss”  y en la “Gaceta literaria”, de Giménez Caballero, lo vivido también queda sepultado bajo  la epistemología. No sólo lo vivido,  sino a veces también   la información extraída de   obras literarias o históricas, de enciclopedias, de diccionarios y  libros de viaje –son éstos una de las lecturas favoritas de Martínez Ruiz- ha pasado por el tamiz de una  artificiosa elaboración conceptual.  Tras la  congelación de la realidad por el dato  bibliográfico, que observamos en libros como  “Félix Vargas” y “Blanco y Azul”, el automatismo psíquico dispara la asociación mental hacia las direcciones que marca  la estética del 27 y las fugaces intuiciones  de   Ramón Gómez de la Serna. 
Portada y contraportada de la biografía que Ramón Gómez de la Serna dedicó a Azorín en 1930. En la foto Ramón enseña a Martínez Ruiz la primera edición. 



La bibliofilia de Azorín: la bagatela bibliográfica y los clásicos redivivos
 Para describir los rasgos  externos de   la bibliofilia  de  Azorín   hay que repasar su biografía.   Sus  estudios de bachillerato como interno en  el Colegio  de los P.P. Escolapios   de Yecla,   hacia 1880, no  han favorecido precisamente la   inclinación natural hacia la lectura de ese  niño  hipersensible que es Martínez Ruiz. 




A lo largo de los  diez años de   estudios discontinuos de Derecho  en las facultades de Valencia, Salamanca y Granada, ha  conocido al   penalista Dorado Montero,  frecuentado  las librerías de Valencia  y   escrito una estimable “Sociología criminal”, prologada por Pi y Margall (1899), uno de sus maestros de juventud, pero  su aprecio por el libro considerado como objeto no alcanza todavía en él la  intensidad afectiva que reviste su inclinación por  la lectura, una pulsión apenas contenida . Después, desde 1902, convertido en lector y  escritor profesional (siempre está el periodista), la  bibliofilia azoriniana  se desarrolla con rasgos  crecientemente definidos. ¿Es posible caracterizarla? 
Es ante todo una bibliofilia no  premeditada que, como  describió Balzac en el "Primo Pons" , depende de   “las piernas del ciervo, el tiempo de los flâneurs  y  la paciencia del israelita”.   Es una bibliofilia arogramática,  fiel correlato del tipo de lectura que practica Azorín:  libérrima, autodidacta, de poca deliberación y  recelosa de  la  filtración  que imponen  las instituciones transmisoras: el colegio  ,  la universidad  y la biblioteca pública.  
Antes del hallazgo material del objeto, el primer estímulo que  guía  a  Martínez Ruiz  hacia el libro y su lectura  viene con frecuencia de lo transmitido  por una persona mediadora.   Aquí son  muy  reveladores    sus  encuentros   con Eduardo Soler y Pérez, el doctor Moliner, el doctor  Más (“me prestó los primeros libros nuevos extranjeros que yo leí”), con Clarín en la redacción de “El Progreso”(1897),  con Baroja,  con los catedráticos  Pedro Dorado Montero y Miguel de Unamuno a los que conoce en  la universidad de Salamanca, con  Fernando Fe, con quien departe   en las  tertulias de su   librería de la Puerta del Sol,  con Benavente en el Café Levante… . 
Azorín  prologa  las poesías de su amigo Baroja

Pero este   camino hacia la bibliofilización   completa que recorre  Azorín a lo largo de su vida no solo  arranca del estímulo  fortuito de  las personas,  sino  sobre todo de otro tipo de azar:  el    hallazgo  de un volumen  decisivo en un lugar inopinado.  “Los más afortunados efectos de mis libros –escribe-  se deben a la causalidad de haber encontrado en un puestecillo un determinado libro. Puedo decir que este u otro capítulo de un libro mío –capítulos  celebrados por la crítica-, no existirían si tal día, en vez de hacer sol, hubiera llovido, y no hubiera podido dar el paseo que me permitió encontrar un libro en el que basé la urdidumbre de tales capítulos. Y no fragmentos, sino libros enteros que yo he escrito se deben al azar”.  

 Azorín  ojeando libros en los muelles del Sena. Fotografía  de  Sebastián Miranda (1938).
   
La bagatela bibliográfica, los orteguianos  “ primores de los vulgar”, revelan a  Martínez Ruiz los detalles aparentemente insignificantes pero para él realmente transcendentes del proceso evolutivo de la cultura humana (Azorín ha leído a Darwin)  mucho más que las obras  de gran calado literario.   La minucia literaria colabora a  la descripción de la  “intra-historia” de España (Unamuno)  y conforma  un gusto innovador común en  los  autores del 98, exhaustos, según Azorín,   de  la   totalizadora omnisciencia de sus  predecesores Clarín, Pardo Bazán, Palacio Valdés  y Galdós. Siguiendo “La Fanfarlo” de Baudelaire, el poeta-filósofo monovero glorifica lo vulgar,  halla   poesía en las cosas olvidadas, en los libros arrumbados: “Yo creo que el alma del Universo tiene sus irradiaciones en las cosas. No hay ninguna cosa vulgar como no hay ningún ser despreciable”. “En muchos de estos libros anodinos,  vulgares, humildes  suele estar el verdadero espíritu de un pueblo, la erudición especial  inconfundible que ha de ser formada lentamente a lo largo de los años y que exige un trabajo personal constante”, escribe en un artículo de "La Vanguardia" de 1912.   



Antonio Machado, a quien Martínez Ruiz  dedicó  “Un pueblecito”, le escribe  una carta de agradecimiento: “ Vd.  nos descubre a los más bellos desconocidos  entre los viejos libros que nadie lee”. Son muchos los textos azorinianos que  celebran   los  libros olvidados en  los desvanes de los anticuarios, en los    tablones de los  libreros de lance  o en las barracas  del  Rastro: “ Aquí, en la trastienda del Rastro, hay una barraca de libros viejos,  y a ella viene los domingos Antonio Azorín, a sentarse un rato, mientras curiosea los sobados volúmenes” .   

 
Las    divagaciones  de “Un pueblecito”  parten  del  hallazgo     en la feria de libros de Madrid de los dos tomos de un texto titulado “Sentimientos patrióticos o conversaciones cristianas”  escritos por un desconocido cura de aldea llamado  Bejarano Galavís y Nidos (Madrid, 1791) . El prologuista de “La voluntad”  utiliza como fuente informativa un diario manuscrito inédito del puño y letra de Juan Martínez Carpena, tío de Martínez Ruiz: “Apuntes para la Historia de las obras de la Iglesia Nueva de la Villa de Yecla. 1854” 
No sólo los raros recuperados por el  hallazgo  indeterminado alimentan  la bibliofilia azoriniana:  vivir la literatura clásica española  no como arqueología prestigiosa sino como experiencia de lo Eternamente Repetible (Nietzsche) le permitió en un libro como   “Castilla”(1912) extrapolar  hacia su escritura el mundo concluso de “La Celestina”, “La Ilustre fregona” y “El  Lazarillo de Tormes”. En “La Ruta de don Quijote” (1905) y “El Licenciado Vidriera” (1915)  hace  Azorín una  evocación pretérita de unos personajes cervantinos que cobran vida y forman parte del relato.  Este redescubrimiento de un libro suele venir acompañado de la revaloración de autores que, cuando Azorín escribe, no habían sido valorados correctamente, pues estamos hablando de una época en la que todavía   las ediciones de los clásicos   no circulaban con facilidad de hoy o si lo hacían era en ediciones  poco manejables  como era la Biblioteca de Autores Españoles,  de unos años en los que  aún  no se habían difundido mucho las ediciones de los clásicos castellanos dirigida por Francisco Acebal en la que colaboraron  Menéndez Pidal, Américo Castro, José Montesinos, Federico Onís y otros. 





 Esta  cubierta de   Ediciones Celta,  con el retrato de Azorín y el de Rosalía de Castro en   segundo plano y  en degradado , alude al descubrimiento por  el  noventayochismo de la  lírica    de la  poetisa gallega.  Martínez Ruiz antes ya había dado a conocer la poesía  de Gerardo Lobo,  la tosca belleza Berceo,   lo que el "Lazarillo" trae a la historia del realismo español,  las   hasta entonces desdeñadas  "Novelas Ejemplares" y   "Persiles" cervantinos,  la  poesía  de Lope,  el  amor de Galdós por las cosas. Además, con Baudelaire en la mano,  había enfrentado   el hermetismo de Góngora antes del "Comentario" de Dámaso a "Las Soledades" (1926), todo ello dejándose llevar "por la  huella que producía en mí la impresión           de una obra de arte".



Con esta  crítica impresionista convive la   crítica literaria profesional. Azorín  es una figura central dentro de la cultura española del siglo XX para la difusión de la información sobre  libros de otros.  Según Paulino Garragorri, sus ensayos   recorren   el ciclo completo de la historia  literaria española. Inman Fox ha detallado sus descubrimientos y sus aportaciones .  En  una    etapa inicial de  rebeldía iconoclasta  y anarquista    (firma sus artículos con el seudónimo   "Ahrimán", el dios persa de la destrucción) emite   juicios despiadados  y punzantes sobre  escritores y periodistas, incluyendo crueles  invectivas contra Joaquín Dicenta, Balart, Campoamor…   El enfant terrible de “Buscapiés” (1894), “Anarquistas literarios” (1895), “Notas sociales” (1895), “Charivari” (1897) y  “Pécuchet demagogo”  (1898) deja de serlo cuando, en 1913, inaugura  una   etapa de   reflexiones académicas y moralizantes  sobre el mundo de las letras que produce obras clásicas e imperecederas en la historia de crítica literaria española: son  los  comentarios “al margen de los clásicos”.   
     
El lector hallará un compendio del "manual" azoriniano de la literatura española en   sus obras   "Lecturas españolas" (1912), "Clásicos y modernos" (1913  ), "Valores literarios" (1914   ) y "Al margen de los clásicos"  (1915),  donde  Martínez Ruiz equilibra una portentosa   erudición literaria   con la búsqueda en el autor clásico -Arcipreste de Hita, Santa Teresa, Fray Luis de León, Lope, José Somoza, Mor de Fuentes- de indicios   reafirmadores de          su propia sensibilidad artística,  de  elementos    que confirmen una emoción estética prexistente,  el     "sinfronismo" de Ortega: estilo sencillo y preciso, interés por los detalles  anodinos, descripciones paisajísticas, melancolía por la fugacidad de las cosas...

Azorín traductor, prologuista, epistológrafo y asesor editorial 
Azorín crítico impresionista, Azorín crítico académico. Hay también un Azorín traductor, prologuista y epistológrafo. Algo menos conocido: Azorín asesor editorial. Múltiples formas de   relacionarse con el  libro que convierten a  lo que toca en una reflexión  constante  sobre las posibilidades  comunicativas  de la cultura escrita.   La nómina de los autores  traducidos refleja su evolución ideológica, del mismo modo que   los   prólogos y epílogos dedicados a  libros de escritores amigos nos hablan de una  dilatada peripecia intelectual de afinidades variopintas. Sus opiniones   acerca de libros  ajenos  también   se traslucen en los títulos que elige cuando,  entre 1913 y 1916,  el editor escocés Thomas Nelson  le  ofrece   la dirección literaria   de  su colección   de autores hispanos. En estos pequeños tomos de encuadernación azul y blanca y nítida tipografía  aparecieron  bajo los auspicios de Martínez Ruiz títulos como “Amor de perdición”, de Castelo Branco (con prólogo del propio  Azorín), “Tristam Shandy”, de  Laurence Sterne, “Los Roquevillard”, de Henry Bordeaux, “Nieve sobre las huellas”, también de Henry Bordeaux  (con prólogo de Azorín), “Jack”, de Alphonse Daudet e “Introducción a la vida devota”, de San Francisco de Sales.


Dos encuadernaciones de la editorial Thomas Nelson. Entre 1913 y 1916 Azorín fue el director  cultural de esta  empresa escocesa y prologó algunos de sus libros.

  

       

 Como las de Fernández Villegas y Hernando a comienzos del siglo XX, esta edición azoriniana del librero madrileño Francisco Beltán es   pobre,    tiene pocos detalles artesanales,   supedita el diseño a la letra impresa, al papel y a discretos motivos decorativos.  Lo   artificioso de esta sobriedad se plasma (como sucede en la prosa azoriniana) en la negación  de todo  lastre decorativo   para  dejar traslucir sin mediaciones la  realidad  prosaica del libro,    los tonos grisáceos de  sus  páginas y  la parquedad decorativa de su cubierta.  

    

 
Textos  de tema bibliográfico  de José Martínez Ruiz
  Son muchos los textos azorinianos     que nos  hablan de  las  poliédricas afinidades  que su autor mantuvo con los libros y la lectura.  El escritor propone un programa sobre  el  buen  uso de los libros: hay que  huir -nos dice- de los que  impiden reflexionar, de los que son inútiles, nocivos  (locura de Alonso Quijano, delirio de Madame Bovary) o dogmáticos ( escepticismo del    Montaigne lector)  .  Se hace estas preguntas:  ¿Cómo y qué ha de leerse?  ¿Qué  en la niñez, qué en la madurez y en  la senectud? .  Adelantándose a  Walter Benjamin, Harold Bloom y Roger Chartier,  establece la dicotomía lectura silenciosa- lectura en alta voz para decantarse por la segunda .  Propone diferentes modos para seleccionar los libros  y reflexiona  sobre la finalidad  de la lectura .  

También  hallamos  en muchos de sis textos la divagación sobre la   influencia del entorno físico y psicológico en el trabajo intelectual. Es un recuerdo del  determinismo biológico de Taine, Lombroso y Darwin.  
  Otros  textos  describen los entornos  del  libro y la lectura.   Son artículos de periódico o de revista  donde la erudición bibliófila convive con el costumbrismo    romántico  (una influencia de Baroja) . Como Apollinaire, Anatole France, como Rubén Dario y el mismo Baroja,  los cuatro  asiduos paseantes de las dos riberas del Sena entre los “bouquinistes”, Azorín reflexiona sobre la compra de libros,  los libreros de viejo (los del Ministerio de Fomento, los de las verjas del Botánico y los de los “quais”), las ferias de libros    y    la lectura pública. En  otro   texto  (¿lo leyó Rodríguez Moñino?)  ensalza la lectura de  los catálogos de librería.   Erudición, apasionamento  bibliófilo   y una  ingenua curiosidad   poco controlada    acercan estos textos  a Barbey d´Aurevilly y Nerval.

     

  
 Las lecturas inútiles: en la Biblioteca del Ateneo


 "Yo se lo decía la otra tarde a varios amigos en la biblioteca del Ateneo: repare el lector que no hay sitio más a propósito para hablar que una estancia llena de libros, donde los demás leen. El pequeño filósofo ya no lee. Y ellos se asombraban y decían: “¿Cómo es posible que un filósofo, aunque sea diminuto, no lea?”. Y entonces yo   repetía ante ellos las razones que a él he oído hace muy pocos días respecto a estos extremos.
— Yo no quiero decir –peroraba- que el diminuto filósofo haya tomado un horror invencible a los libros. El pequeño filósofo es un sutil erudito y un bibliógrafo expertísimo; pero esta misma experiencia de los libros grandes y chicos le ha llevado a un prudente escepticismo respecto a las cosas que los hombres escriben y publican. Y  ahora anda predicando una saludable reacción contra esta manía libresca que infecta a los jóvenes del momento; contra esta fe excesiva, abrumadora, paralizadora, en la razón escrita y catalogada.
 ¿Por qué esta confianza en los libros? ¿Por qué hacer depender nuestra ventura o nuestra infelicidad de unas páginas secas y abstractas?   Hay, efectivamente, una cierta inquietud, una cierta ansiedad, algo como una desorientación irreparable en las generaciones actuales, que no proviene sino de este excesivo y atropellado devoreo de libros. Y figuráos en cómo con este abuso de lecturas, la abstracción va reemplazando a la realidad, es decir, a la vida, y cómo vamos perdiendo poco a poco el sentido de lo natural y de lo humano-   
 Y uno de los amigos me ha preguntado:
-Según todo lo expuesto, ¿debemos condenar los libros?
No -he contestado-; los libros son excelentes, pero debemos tener siempre presente una gran máxima, que nuestro Balmes trae en su lógica: “Non multa sed multum” —dice el filósofo—, se ha de leer mucho, pero no muchos libros.”. Y así tendremos ideas claras, sólidas, precisas y coherentes de las cosas".  
(Las confesiones de un pequeño filósofo, 1904) 


          
 Le lectura en la juventud y en la vejez.
“La lectura no es lo mismo a los veinte años que a los sesenta. El joven lo lee todo. El anciano no lee sino lo que lee. El joven lo lee todo y de todo aprovecha poco. El anciano lee poco y de lo pocoque lee  lo aprovecha todo. Con la edad las lecturas se van reduciendo. Decía un filósoflo que lo grave es saber no lo que se ha de leer, sino lo que no ha de ser leído.   Reduce sus lecturas a lo selecto del mundo. Solo los grandes autores merecen su atención. Ve entonces en ellos lo que no veía a los treinta años"


 Maneras de leer: en voz alta o en voz baja.

En este texto Azorín  hace un alabanza de la lectura en voz baja. Prefiere  una lectura sensitiva y  espiritual.  Él compatibiliza estos dos  adjetivos,   quizá pensando en los místicos españoles. Cree  que el  texto ha nacido para ser susurrado y sentido antes que  declamado. La antirretórica es un rasgo general de los autores del 98 y también lo es de la prosa de Azorín.  ¿Cómo captar, sin embargo, en silencio  los ritmos de la prosa? Azorín anticipa  la  sociología de la lectura  (Walter Benjamin, Harold Bloom y Roger Chartier),    establece  con lucidez  la dicotomía lectura silenciosa- lectura en alta voz para decantarse por la primera  en aras de la  preservación incólume   del sentimiento  romántico del poeta o de la emoción inducida del novelista. 

"¿Cómo se debe leer: en voz baja  o en voz alta? Se da mucho  precio al modo de leeer en voz alta. Se recomienda que se sepa leer en alta voz. Nunca –lo confesamos- hemos dado importancia a la lectura en alta voz. La voz modifica el texto. Según  sea la voz- bronca o suave, rápida o lenta- asi será lo que se lea. La voz preforma la prosa o el verso. ¿Y qué sabemos nosotros de la forma ideal que el autor imprimió a su verso o a su prosa? ¿Ahí están el verso o la prosa para leerlos calladamente, con el intelecto, no para declararlos.  Una lectura en voz alta será siempre una declamación. ¿Y qué terrible es declamar unos versos de Jorge Manrique, o de Villon o de Bécquer, o de Verlaine o de Rubén Darío!  Lo que ha pasado en forma tenuísima del sentimiento a las  cuartillas es ahora dicho con voz distinta y preciosa. Es un verdadero martirio el exteriorizar ciertos matices psicológicos.  El efecto del poeta o del novelista queda truncado.   El verdadero lector, el lector no profesional, leerá siempre en voz baja”.



 Lectura en el Casino de Monóvar: la palabra escrita y los sentidos.

“En primavera, con flores en el jardín, con la viva y suave luz de Levante, se gozaba leyendo: el silencio armonizaba con la luz y con las flores. La lectura depende siempre del sitio donde se lee y de la disposición (humor) de quien lee  Marcel Proust ha escrito un largo ensayo sobre la lectura, pero lo más curioso que yo he leído es lo que dice Schopenhauer. Y esto es, en resumen: “Cuando hagamos una lectura precipitada, no creamos que no nos  aprovecha; siempre queda en nosotros, en nuestra sensibilidad, alguna semilla, que germinará en su momento”. Horas deliciosas aquellas de la juventud, de mi juventud, en el casino de Monóvar, con silencio, con jazmines, con sosiego y… con una vida por delante".
(Agenda, 1959)


Madrid, guerra  civil (1936): Azorín renuncia a la lectura
 Tema recurrente en  los textos azorinianos  es la   influencia del  medio físico y entorno psicológico en el trabajo intelectual,    un recuerdo del  determinismo biológico de Taine, Lombroso y Darwin.  En   un texto poco conocido, de tono inusualmente dramático,   escrito en 1939  al poco de terminar  la guerra civil,  Azorín  justifica su derecho a exiliarse a París ante la imposibilidad de trabajar  en Madrid,  donde, de permanecer,   temía  correr la misma suerte que sus amigos Ramiro Maeztu y Pedro Muñoz Seca (ambos asesinados) o que su cuñado Ciges Aparicio  ¿Debería haberse quedado  en  la capital bombardeada de 1936   quien “sólo estaba  acostumbrado a ver pasar las nubes” (María de Maeztu), quien  “está siempre viendo ascender nubes y venir rebaños (Gómez de la Serna)?  En la ciudad del Sena  escribe cuentos que publica bajo el título de “Españoles en París”, “Cavilar y Contar” y “Pensando en España”. En  Madrid  no  podría haberlo hecho. Terminada la  contienda  y  de  vuelta a Madrid, se le acusó de tránsfuga, el ministro Gabriel Arias Delgado le prohibió   escribir  en los periódicos, prohibición que no se levantó  hasta 1941, y se  bloquearon las cuentas   de su editor José Ruiz- Castillo. 

"El lector que no haya vivido en el peligro unos días, unos meses o unos años, no podrá imaginar fácilmente cuál es el estado de sensibilidad en este tiempo. La vida se hace más sutil. No pensamos en nada que sea ajeno a la situación en la que nos hallamos. No podemos leeer, ni podríamos escribir, sin hacer un esfuerzo penoso… En todo se ve ocasión de complicaciones peligrosas… En estas situaciones de espera trágica, los desastres suceden a los desastres… Y al final, cuando las aflicciones se acumulan sobre el doliente, le advertimos que en el fondo de nuestra alma renunciamos ya a todo: al mundo, a los recuerdos dilectos, a los libros, a los paisajes, a la libertad y a la vida.”
(“La vida en peligro”, La prensa, 1-X-1939)



Episodio de terror en la guerra civil española. Dibujo de Eduardo Vicente.  




 Multiplicación de los públicos lectores

Texto importante para la sociología de la lectura en la España de comienzos del siglo XX. Yuste, alter ego de Azorín en “La voluntad” ,  constata la movilidad cultural que protagoniza la creciente diversidad de  los públicos lectores.  El dominio de lo  eventual y  efímero, asociado a la prensa,  cambia las relaciones entre autores y escritores:  el aumento de la diversidad de la oferta impresa termina en el cambio de siglo con la fidelidad a los autores consagrados y con la duración de  relectura, que en el siglo XIX se prolongaba  durante una generación, como prueba el caso del poeta Campoamor: sus poesias  no dejaron  de reeditarse entre 1860 y 1900. 
 La burguesía   de la Restauración no dejó de leer   las poesías de   Ramón de Campoamor durante  tres  décadas, entre 1860 y 1890: Azorín se lamenta  de la desaparición, cuando él escribe,  de esta  fildelidad en la lectura de los autores   consagrados.  La  fama  de un  escritor   cada día es más efímera. 


"Cuando me hablan de gentes que llegan y de gentes que fracasan sonrío… Fíjate en que hoy el público ha cambiado totalmente; no hay público, sino públicos, sucesivos, rápidos, momentáneos. Un público antiguo era un público de veinte, treinta, cuarenta años… vitalicio. La lectura estaba menos propagada, no había grandes periódicos que en un día difundían por toda la nación un hecho; se publicaban menos libros: eran menos densas y continuas  las relaciones entre los mismos literatos, y entre los literatos y el público. Así un autor que lograba hacer conocido su nombre, era ya un escritor que permanecía en la misma tensión de popularidad durante una generación, durante veinte, treinta años.
Registra nuestra historia literaria en busca de lo que hoy lamamos fracasados: no los hallarás. En cambio, hoy la duración de un público se ha reducido, y así como antes  la longitud de un público emparejaba, sin faltar ni sobrar apenas, con la longitud de la vida del escritor, hoy cuatro o seis longitudes de público son precisas para una de escritor…”
 (La Voluntad, 1902)




Elogio de los catálogos de libros

En  este texto  Martínez Ruiz  ensalza la lectura de  los catálogos de librería.  ¿Ha leído el   "Catálogo de libreros españoles" (1661-1840) del   Rodríguez Moñino?:  

Escribe Rodríguez  Moñino: "Y qué duda cabe que los catálogos de librería son, en general, poderosísimos instrumentos bibliográficos, más útiles mientras más antiguos, puesto que nos conservan la memoria de libros en gran parte hoy desaparecidos, nos ilustran sobre los anales de la tipografía y nos dan provechosas enseñanzas sobre el desarrollo  del comercio.”

¿Sabe Azorín de los  catálogos de Ramírez de Prado, Arce, Francisco Manuel de Mena, Salvá, Hidalgo, Vindel, Palau y Gustavo Gili? ¿Sabe de los  estudios sobre la historia de la librería española de  Cristóbal Pérez Pastor, Elena Amat, Joaquín Entrambasaguas, Ossorio y Bernardo y Emilio Cotarelo?               

"Y  lo que más place a nuestro amigo es  la lectura de los catálogos. Los catálogos tienen un encanto especial. Se pueden leer por el principio, por el fin o por el medio. No es preciso que guardemos orden en su lectura. Y luego un catálogo es la obra más espléndida de imaginación. Ni novela, ni poesía, ni drama, ni historia fabulosa suscita y enciende la imaginación más que los catálogos. Los catálogos  más admirables son los de los libros. Quien ame apasionadamente los libros encontrará en un catálogo, a cada paso, motivos de sorpresa, de asombro, de codicia, de pasmo y de admiración. Este libro que se anuncia en el catálogo que tenemos entre las manos, ¿es realmente la edición que codiciamos? De tal obra existe una edición fraudulenta; hay también una edición del mismo año que la que nosotros ansiamos; pero con una variante de importancia, Además, en esta edición anunciada, ¿estará el retrato del autor y la tasa y la fe de erratas que en algunos ejemplares se ha suprimido? Y nuestros dedos van pasando las hojas del catálogo seguidamente. Deploramos que la descripción que se hace de los libros sea tan sucinta. Quisiéramos que los libros se describieran y extractaran de tal modo que no fuera necesario comprarlos".
   




(Artista y estilo, “Encantos de un catálogo”, Obras Completas, Tomo VIII, págs 719-729)


En la biblioteca de Rubén Darío:  rememoración impresionista de los colores de un   libro
Lo sensorial de una encuadernación, la observación  de los colores exteriores de un volumen,   la visión de un nimio detalle de su    apariencia  llevan al observador a la  idea poética que contiene ese libro.   La amarillez de la cubierta de un libro de la biblioteca de Rubén Darío   traduce con maravillosa perfección sinestésica  la estética  modernista del  poeta nicaraguënse.


"En la casa de Rubén Darío, no sé donde se hallaba, ni sé como llegamos a ella. El poeta se encontraba…Veo la mancha amarilla de un libro, un libro nuevo de la colección del Mercurio de Francia. Esta amarillez virgínea del volumen, acaso intensa todavía, es lo que llena mi memoria".
(Madrid, 1941)

"Esta amarillez virgínea del volumen es lo que llena mi memoria"



"Veo la mancha amarilla de un libro,  un libro nuevo de la colección Mercurio de Francia"



Una encuadernación heráldica con las armas de Jacques-Auguste de Thou 
“En la mesa tengo un libro comprado en las cajas del Sena. Es un volumen encuadernado en cuero fino y luciente. Muchas manos lo habrán sobado. Componénlo un refranero alemán, otro italiano, otro francés, otro latino, otro castellano, con traducción francesa de cada refrán. No figura este volumen en la rica biblioteca paremiológica vendida por Melchor García al Ayuntamiento de Madrid. En las tapas del volumen están estampadas las armas de Jacques Auguste de Thou. Fue historiador y jurisconsulto e intervino en la negociación del Edicto de Nantes, en 1598, el mismo año –contrastes de la historia- en que moría Felipe II”. 
(Jorge Campos, Conversaciones con Azorín, Taurus, 1964, pág 168)


Las confesiones de un pequeño bibliófilo
  Los textos azorinianos de tema   bibliográfico que estamos leyendo    ofrecen   un   muestrario  de las relaciones  de escritor   con los libros y la lectura.  A la  de enfoques  corresponde la variedad de los textos.   Martínez Ruiz  propone un programa sobre  el  buen  uso de los libros:  excluye  los que  impiden reflexionar,  ahuyenta los que perjudican la cordura  tomando  como contraejemplo  literario el delirio  de  Alonso Quijano y  Madame Bovary. El escepticismo del “pequeño filósofo”   lector  de Michel de Montaigne  le hace abominar de los absolutismos  dogmáticos . 

"Mis libros  son los ensayos del viejo alcalde de Burdeos".  

Azorín da respuesta a estas preguntas  ¿Cómo y qué ha de leerse?   ¿Qué  lectura corresponde a cada etapa de la  vida? .   Anticipando  la  sociología de la lectura  (Walter Benjamin, Harold Bloom y Roger Chartier),   ha establecido con lucidez  la dicotomía lectura silenciosa- lectura en alta voz para decantarse por la primera  en aras de la  preservación incólume   del sentimiento  romántico del poeta o de la emoción inducida del novelista .  Propone  modos para seleccionar los libros   y     reflexiona sobre la finalidad   de la  lectura.  
También  hallamos en los escritos leídos    pinceladas  sobre la   influencia del medio  físico y entorno psicológico sobre el trabajo intelectual.  Es un recuerdo de las ciencias sociales, del  determinismo biológico de Taine, Spencer, Ferri, Lombroso y Darwin, lecturas de cabecera del joven Martínez Ruiz. La delectación pura que ha de busca el lector –nos dice-  se marchita  entre la adustas paredes de las bibliotecas .   
   Otros textos describen  los entornos  del  libro.   Son escritos de “bibliofilia romántica” de tono    costumbrista con recuerdos de Pio Baroja, Apollinaire, Anatole France y Rubén Dario. Entre los “bouquinistes” del Sena, junto al Ministerio de Fomento o cerca de las verjas del Botánico madrileño, Azorín reflexiona “pensado y paseando” sobre la compra de libros y  simpatiza con  los libreros de lance. Esboza   tipos  y  psicología   de bibliófilos  y relata experiencias  de búsqueda y hallazgo del libros en Madrid y  París. Azorín no confunde bibliofilia con bibliomanía, distingue con claridad  el coleccionismo  desbaratado  de Sebastian Brandt del  tacto    “connaisseur” celebrado por Anatole France en su Sylvestre Bonnard. Erudición y pasión  bibliófila acercan estos escritos  a las   divagaciones de Barbey d´Aurevilly y Gérard de Nerval. 
   
  
  





Los libros por fuera: Azorín y la encuadernación          





Escribe Vicente Salvá: "Para mí es tan esencial ver el libro bien encuadernado en mi Biblioteca que hasta creo no pertenece a ella el que carece de este requisito...Por este motivo mi ánimo se explaya cuando tiendo la vista por los dilatados estantes que la componen". 


Se han transcrito tres breves textos  que interesarán a los historiadores de la encuadernación. El primero nos descubre a un joven Azorín   sensible a la   “la amarillez virgínea”  de las cubiertas de los libros  de la  biblioteca  de Rubén Darío . En el segundo, durante una visita a la librería  valenciana de  Vicente Salvá y Mallent,  el joven estudiante de leyes Martínez Ruiz   repara  en las encuadernaciones artísticas  de su establecimiento, que identifica de los talleres de   Lewis, Mackenzie, Bozerien y  Tompson. Azorín ha leído sin duda el Prólogo del Catálogo de la Biblioteca de Salvá
“Además, para mí es tan esencial ver el libro bien encuadernado en mi Biblioteca, que hasta creo no pertenece a ella el que carece de este requisito… Por este motivo mi ánimo se explaya cuando tiendo la vista por los dilatados estantes que la componen y veo al lado de las buenas encuadernaciones antiguas y originales que conservan algunos, como las de Thou, Colbert, etc, las espléndidas o únicamente sencillas de Lewis, Roger Payne, C. Smith, Dereome (sic), Mackenzie, Simier, Thoavenin (sic), Purgold, Bedfod, Duseuille (sic),  Muler, Koehler, Ihrig, Hering, Bauzonet (sic), Bauzérien (sic), Closs, Thompson, Douru, y las no menos bien acabadas de mi paisano Benito y de mi buen tío Fr. Mateo Mallen, cuyos nombres perpetuará la duradera vestidura con que han engalanado las obras más buscadas por todos los literatos”.  












    Encuadernación romántica "a la catedral" de Simier  y encuadernación neoclásica de Bozerien


No caben en esta antología  los innnumerables fogonazos impresionistas  de  una memoria visual  azoriniana siempre muy sensitiva  por cuanto rebosante  de coloristas  imágenes  de encuadernaciones:  “Este libro me interesaba profundamente  ¿Tenía la cubierta amarilla? Sí, sí, la tenía; este detalle no se ha desaferrado de mi cerebro”…. “En un ángulo, casi perdidos en la sombra, tres gruesos volúmenes, que resaltan en  azuladas manchas, llevan en el lomo: Schopenhauer”… “El caso es que he salido de la librería con dos tomos de cubierta amarilla, olorosos, debajo del brazo”….
  

Los editores de Azorín
      
 No podía faltar en este este esbozo  bibliofílico  azoriniano  una referencia a las ediciones de sus  libros.  Capilla Beltrán, Gamallo Fierros, Roberta Johnson, José Payá Bernabé, Santiago Riopérez,  Inman Fox, Magdalena Rigual  y otros bibliógrafos  cuantifican su  obra   en unas ciento cincuenta monografías.  Saber  en qué editoriales se publicaron, de las  relaciones de   su aspecto exterior  con las  ideas del autor  ilustrando las portadas completará el cuadro.
Martínez Ruiz   publicó con cierta frecuencia sus escritos en  las mismas editoriales donde aparecieron las obras de sus compañeros de generación  Baroja y  Unamuno   (“Biblioteca Renacimiento”, Caro Raggio, librería de Bernardo Rodríguez Serra). No parece que hubiera mucho donde elegir en   unos años  en los que   la producción bibliográfica era escasa (1318 títulos  publicados en 1901) y  la  presentación  de los libros descuidada.  Los escritores  debían decidir  entre    autofinanciarse la edición de sus obras,  crear  su propia  editorial, como hizo Galdós,  o recurrir a editores-libreros. Éstos eran, en general,  poco  escrupulosos en el pago al autor y de profesionalidad dudosa.  No es  problable que antes de 1900   Azorín  pudiera elegir el librero o el editor que   mejor  interpretara   sus gustos y  aunque con   el paso del tiempo se preocupó cada vez más  de que  el    diseño gráfico  reflejara su  estética literaria, su  intervencionismo editorial  no admite parangón  con  el celo tipográfico de  Valle-Inclán o con las exquisitamente formalistas  presentaciones editoriales  promocionadas   por  Alberto Jiménez Fraud   y Juan Ramón Jiménez en la Residencia de Estudiantes. 


Valle- Inclán conocía bien el mundo de la imprentas y  cuidó personalmente  la tipografía de   muchas de sus obras.  



Edición de la Residencia de Estudiantes supervisada por el editor (Jiménez Fraud) y por el autor (Juan Ramón Jiménez) (1918): el horror vacui de esta portada   apenas atemperado por el depurado formalismo de la composición floral es la negación misma de   la desnudez ornamental de las ediciones azorinianas contemporáneas publicadas también por la Residencia.   


¿Qué editores publicaron a Azorín?

 La obra anterior a  1900, unos  catorce opúsculos,  fue  publicada por Fernando Fe, un  librero-editor de Madrid (desde 1901: Viuda de Fernando Fe), el más importante de la capital según Rubén Darío, que  negociaba con sus autores  la edición de sus escritos   a cambio de   una cantidad  fija, generalmente  exigua. En el  local lóbrego   situado al  final de  la Carrera de San Jerónimo  donde  estaba su librería,  Azorín  le entregó  los originales  de  “Moratín” (1893), “La crítica literaria en España” (1893), “Buscapiés (Satiras y críticas) ” (1894), “Sobre la literatura española”” (1895) , “Literatura” (1896), “Soledades” (1898), “Sociología criminal” (1899) y  “Diario de un enfermo” (1901). Tan ornamentalmente escuetas como estas ediciones fueron las de    Bernardo Rodríguez Serra, uno de los editores más destacados  entre 1898 y 1910. En 1903 publicó “Antonio Azorín”.Este editor dio también a la imprenta los escritos de otros autores del 98 ,entre ellos a Baroja. También a Luis Bonafoux, Carmen de Burgos, Ricardo Becerro de Bengoa y José Zahonero.


 Tres  ediciones  sufragadas por   Fernando Fe: fue   un librero-editor en la tradición del siglo XIX, esto es, con imprenta propia, como Hernando, Gregorio del Amo, como el librero Zaratrusta de "Luces de Bohemia". Publicó a los autores  modernistas.




En la primera década del siglo XX también intervienen    los sucesores de Hernando (1908),  Fernández Villegas (1900)  y  Francisco Beltrán, libreros madrileños que, a menudo,  actuaron  movidos por el más  craso mercantilismo.  


Expresivo anuncio de un libro de Azorín en el catálogo de la editorial de Francisco Beltrán, librero de Madrid. 

Fueron las suyas  ediciones  pobres, con cubiertas  inventadas por cajistas inexpertos, regentes de imprenta  escasamente cuidadosos ,con pocos  detalles artesanales y de  apagados tonos monocromos.  Lo mismo  cabe  decir de las   sufragadas por el librero barcelonés Manuel Henrich y Girona. En 1902  encargó a Azorín escribir un texto  que no debería sobrepasar las  trescientas páginas:  “La voluntad”. Le pagó por el manuscrito la entonces generosa cantidad de 2000 pesetas. Poco antes Beltrán había publicado a Pio Baroja "El mayorazgo de Labraz" y a Unamuno "Amor y pedagogía" en su colección "Biblioteca de novelistas del siglo XX" dirigida por Santiago Valentí Camp.   

En la segunda década del siglo XX publican  libros de Azorín la Biblioteca Renacimiento (entre 1913 y 1919) y   la Residencia de Estudiantes. 
Renacimiento fue fundada en 1910 por José Ruiz-Castillo Franco (gerente), Gregorio Martínez Sierra (director literario) y Victorino Prieto (socio capitalista).   Como la “Revista de Occidente” y “La España Moderna”, reflejó  el fenómeno cultural emergente de la cotización de los autores considerados como firmas de  influencia social y  quizá por ello llenó su catálogo con   escritos del triunfante modernismo literario: Emilio Bobadilla, "Fray Candil", Rafael Casinos Asséns, Emilio Carrere, Enrique Gómez del Castillo, Manual Machado, Eduardo Marquina, Alejandro Sawa y Valle-Inclán. También  con los autores del 98 y con valores entonces  emergentes, como Moreno Viila,  con quienes empezaron su carrera literaria con el siglo XX.  También  a imitación de "La Revista de Occidente",  "Renacimiento"    estuvo animada por   una  misión civilizadora  y regeneracionista más  atenta  al mecenazgo cultural  que al negocio económico. También por una tendencia europeísta: en su catálogo  encontramos  autores franceses como Henri Bergson, Colette, Paul Bourget y Rachilde. "Renacimiento" dio  un sello tipográfico de calidad a sus colecciones y cuidó  con esmero la   parte gráfica, donde sobresalían  los  dibujos que  Fernando Marco realizó para las cubiertas y sobre todo  una  memorable galería de retratos de escritores   obra  del intuitivo  y perspicaz ilustrador  Luis Bagaría (1882-1940). En el dibujo que el caricato de “El Sol” dedica a  Azorín,  éste aparece   entre una silueta del Greco y una jofaina popular.  

Azorín .  Caricatura  Luis Bagaría en "El Sol".  


Fernando Marco vio así a   Luis Bagaría (1915). 

Renacimiento   ofreció a Azorín contratos en exclusiva y  cuando en 1913 su  prestigio como escritor  estaba consolidado, reeditó “La voluntad” y “Antonio Azorín”.
Renacimiento  publicó “Clásicos y modernos” (1913) , “Los valores literarios” (1913), “Un discurso de la Cierva” (1914), “Rivas y Larra” (1916), “El Paisaje de España visto por los españoles” (1917) y  “París bombardeado (1919).   En una nueva  edición de “Los pueblos” el editor   añade  artículos  de “La Andalucía trágica”. También se publicó en Renacimiento la tercera edición de la “Ruta de don Quijote”. 
La "Biblioteca Renacimiento" empezó su andadura con gran éxito económico, pero en 1919 sufrió una  crisis  financiera al decretar las repúblicas hispanoamericanas la congelación de pagos a Europa. En 1927 fue absorbida por la Compañía Iberoamericana de de Publicaciones (C.I.A.P.), de Ignacio y Alfredo Bauer, José Francos Rodríguez, Antonio Goicochea, Rafael Altamira, Pedro Sáinz Rodríguez. La C. I.A.P. reeditó libros de Azorín a precio módico (1,50 ptas). En 1950 esta empresa, que se financiaba con capital de los Rothschild, absorbió a la editorial Fernando de Fe, haciéndose con la edición de los opúsculos del primer Azorín. En 1929 la  crisis  en los negocios de los hermanos Bauer, aparejado al crac internacional, llevó a la bancarrota a la C. I.A.P y con ella,  tras veinte años de actividad, "Renacimiento" desapareció del panorama editorial español. 
  
Por lo que hace a los libros de Azorín publicados por la  Residencia de Estudiantes, editorial poco  comercial, escasamente competitiva y muy exigente con la solvencia intelectual de sus autores,   llama la atención la    pulcritud  y  gran calidad formal del trabajo, siempre bajo la égida crasamente purista y formalista de  Juan Ramón Jiménez  y   Alberto Jiménez Fraud.   Aparecieron  en las “Publicaciones de la Residencia” “Al margen de los clásicos” (1915), “El licenciado Vidriera” (1915) (se llamó “Tomás Rueda” cuando en  1941 la reeditó  Austral) y “Un pueblecito” (1916).  El catálogo de la "Residencia" anunció la publicación de una obra de Azorín que no llegó a publicarse: "Clavijo en Goethe y Beaumarchais". Sí apareció, en cambio,     en "Publicaciones de la Residencia" un libro conmemorativo del homenaje que Azorín recibió en 1913: "Fiesta de Aranjuez en honor de Azorín", una conmemoración a la que asistieron Juan Ramón Jiménez, Alberto Jiménez Fraud, Ortega y Gasset y Pedro Salinas. 
 
Primera edición  de "Al margen de los clásicos" con firma autógrafa del autor   aparecida en 1915 en las "Publicaciones   de  la  Residencia de Estudiantes": composición purista al gusto de Juan Ramón Jiménez y  del institucionista Alberto Jiménez Fraud, quien dirigió la colección durante cuatro años.   Libros sencillos y escuetos  -resumen    las  ideas estéticas de  Giner de los Ríos-    para obras modernas que a la vez son clásicas. En el centro de la portada vemos el       anagrama  de la editorial:  un  perfil griego   ideado por el dibujante  Fernando Marco y que fue imitado por otras editoriales, entre ellas Calleja.






Anagramas "griegos"  para  las "Publicaciones de La Residencia de Estudiantes"(abajo) y para  la Editorial Calleja (arriba). 






Un largo diálogo denigra con hipérbole la figura del editor cuya caricatura traza  humorísticamente el editor  Calleja en una conferencia:   "El editor es un hombrecillo sórdido y abyecto, rapaz, inculto, sin entrañas, podrido de millones atesorados y guardados con avaricia insaciable, que tiraniza sin piedad al pobre escritor, querubín purísimo, infelice avecilla, víctima escuálida del atroz vampiro, de quien por necesidad, o bien por longnanimidad, se deja chupar la sangre mansamente, un ser que amontona doblones con las artes pérfidas de su ignominiosa profesión".



En 1919  entra en escena,  como editor de Azorín,   Rafael Caro Raggio, cuñado de Pío Baroja y próspero editor de sus obras. Desde este año y hasta mediados de 1928  emprende la publicación de unas “Obras completas”  en veintiséis volúmenes: eran  ejemplares   poco lujosos, de  formato uniforme,  composición  tipográfica elegante y holgada, márgenes amplios y   portadas sobrias. Son ediciones  fiables porque   el propio autor las revisó. Se incorporan novedades: en la nueva edición de “Las confesiones de un pequeño filósofo” (primera edición de 1904) Azorín añade tres capítulos; en “El Político” (primera edición de 1908) aparece  por vez primera un “Epílogo futurista”; antecede a “España” (primera edición de 1909)  una carta  inédita de Giner de los Ríos;  a  “Lecturas españolas” (primera edición de 1912) se agregan  siete capítulos.  Escribe Julio Caro Baroja: “Allá por el año 20 mi padre fue editor de Azorín. Los libros eran baratos. Las tiradas eran cortas, de 2000 a 3000 ejemplares;  así, el negocio que suponía cada libro nuevo consistía en 2000 o 3000 duros, a repartir entre el editor, el impresor, el librero, el autor, el que hacía la portada  y algún intermediario o distribuidor. Pero costaba Dios y ayuda vender mil ejemplares de un golpe. Las liquidaciones que se hacían a los autores resultaban míseras y de aquí surgieron desavenencias y discusiones. De un libro de Azorín, que tuvo mucho éxito de crítica, “Doña Inés”, al cabo de cuatro años  había más de la cuarta parte de los ejemplares en los almacenes”. 

  






La renovación estética vaguardista que Azorín emprende en 1928,  con ecos en su teatro y  narrativa,  halla su reflejo  en las ediciones de    Biblioteca Nueva, de José Ruiz-Castillo, amigo del escritor.   Entre este año   y 1930 Martínez Ruiz publicó en este sello editorial  “Nuevas  obras completas”: en 1928  “Félix Vargas” , en  1929  “Blanco y Azul”  y “Superrealismo ”  y en 1930 “Pueblo”.  Las impresiones de  Biblioteca Nueva  fueron  pulcras,  de nítida blancura el papel, tersas las cubiertas, una aséptica vestidura de laboratorio.  Descuella también la corrección  del texto, que  revisó el propio Azorín hasta  1930, y el cuidado de todos los elementos paraliterarios susceptibles de otorgar  a los escritos   azorinianos    de esta etapa  el aspecto “moderno” que su autor requería. Fueron estas ediciones  la  traslación  al diseño gráfico editorial  de  un  “arte nuevo” próximo   al “Cántico” de Jorge Guillén. 
 Una de las ediciones de Biblioteca Nueva sufragadas por José Ruiz-Castillo.  El soporte, la tipografía y la simetría de la composición   apuntan hacia el   "arte nuevo",  despojado, aséptico y de pulcra transparencia de  laboratorio preconizado por   Jorge Guillén, traslación  de la poesía pura de "Cántico". 
Entre 1932 y 1969  Biblioteca Nueva realizó  muchas  reediciones de obras de Martínez Ruiz y en 1943   dio a la imprenta unas Obras Selectas  que circularon mucho. Desde este año  este sello editorial, que empezó  ofreciendo versiones  muy  fiables,  produjo   textos  viciados  por las  erratas y  las supresiones.
 En paralelo, en 1935, el escritor  José Bergamín, fundador de  Cruz y Raya (1933-1936) , publica en sus “Ediciones del Árbol” el ensayo de Azorín “Lope en silueta” en una edición sobria y elegante.  
"Ediciones del Árbol", empresa dirigida por José Bergamín,  quien a lo largo de su vida dirigió varias editoriales: antes de la  guerra "Cruz y raya"  y  ya en el exilio mejicano la editorial Séneca, donde publicó con no pocos problemas las "Poesías completas" de Antonio Machado. Como discípulo editorial de Juan Ramón Jiménez, Bergamín  apura al máximo  el formalismo en sus presentaciones editoriales.
           
Salvo la primera etapa de Biblioteca Nueva, las ediciones de los libros de Azorín no  asumen las innovaciones formales   de  las vanguardias europeas de los años veinte y treinta: no hay  uso estético caligramático de la tipografía (Mallarmé, Apollinaire) ni utilización expresiva de las letras (Tschichold).  Cabe  conjeturar que tan solo  aspiraron vagamente a dar forma de libro a  ciertos rasgos de la estética literaria azoriniana reflejando  la artificiosa  sobriedad de su prosa,  su  patetismo reprimido, su    renuncia a utilizar el mínimo lastre verbal para dejar transparentar la realidad   con  los tonos grisáceos de las hojas,  la parquedad decorativa de las  cubiertas y  las gamas pajizas  de la portadas. ¿No fueron estas  enjutas presentaciones del texto  la traducción  más adecuada   de  la  plácida  y morosa monotonía, de la sobriedad estetizante y las aspiraciones ideales a una  vida retirada  en la  provincia preconizada por Azorín? Es la misma austeridad que se respira en las habitaciones con bibliotecas de Yuste y Antonio Azorín, trasuntos literarios del Martínez Ruiz, en las que describe Baroja en el "Arbol de la Ciencia" con la espartana presencia de libros de lectura continua y sin ninguna voluntad de exhibicionismo. Lejos, pues,  del fasto modernista-sombolista-parnasinao  de la revista "Helios", de  algunas  ediciones de Rubén Darío, Villaespesa, Marquina, Amado Nervo, Emilio Carrere, Vargas Villa, Gómez Carrillo, Manuel Machado, de algunas de Valle-Inclán y de las obras "bien hechas" que Eugenio d´Ors pedía a la imprenta catalana "noucentiste": se impone la simplificación de elementos y como norma estética la racionalidad.
La excepción exquisita a esta extenuante sobriedad está en los libros editados por el hispanista inglés Leonardo Williams,  quien sufragó  una esmerada edición de "Los Pueblos" (Madrid, 1905). Este libro tiene una cubierta atípica en las ediciones de Azorín: encima de  la  tipografía  negra y la marca de impresor,    el  retrato   de  Martínez Ruiz  pintado por Sancha emerge   luminosamente misterioso   de entre las tinieblas:  es la artificiosa imagen    creada por el   autor en  los  años  en que Azorín  era  "Candido" o el destructivo  "Ahrimán". Martínez Ruiz aparece con  capa y  monóculo al estilo de "Conan Doyle". Falta,  sin embargo, el paraguas rojo de seda y la tabaquera con rapé (Ver foto inicio).  Los libros de la "Biblioteca Nacional y extranjera" de Leonardo Williams destacaron por la nitidiez clásica de su tipografía y por utilizar   marca de impresor  que delataba su amor por las bellas impresiones del pasado y su gusto arcaizante.
  
Marca de  Jodocus Badius Ascensius   en Cicerón "Pro M. Fonteio", 1530  



La  marca del  impresor  e hispanista inglés  Leonardo Williams   , que en 1905 publicó "Los Pueblos" de Azorín ( arriba) ,  reproduce con  algunas  variantes la    de Jodocus Badius Ascensius (Josse Bade)  ), corrector en Lyón entre 1492 y 1499  y establecido   como impresor y librero en 1503 en París,  donde  en apenas tres décadas  dio a la imprenta  unas setecientas ediciones:   es una de la primeras representaciones   gráficas de   una prensa de imprimir.  
El buen gusto de los libros de Williams está presente en su "Epistolario" de Ganivet, su primer trabajo en España, luego vinieron "El Sol de la tarde", de Martínez Sierra, "El pueblo gris", de Rusiñol, "La Ruta de don Quijote", de Azorín, y "Tierras  solares", de Rubén Darío.

La lectura selectiva como antídoto de la lectura inútil
  Azorín cree, con Montaigne,  que es mejor apartarse de los libros   que   hacen  perder al  lector  la alegría y la salud, que  “son nuestros mejores valores”(Montaigne),   pues los  frutos  que dispensan  no   compensan esta pérdida.

"— Yo no quiero decir –peroraba- que el diminuto filósofo haya tomado un horror invencible a los libros. El pequeño filósofo es un sutil erudito y un bibliógrafo expertísimo; pero esta misma experiencia de los libros grandes y chicos le ha llevado a un prudente escepticismo respecto a las cosas que los hombres escriben y publican. Y ahora anda predicando  una saludable reacción contra esta manía libresca que infecta a los jóvenes del momento; contra esta fe excesiva, abrumadora, paralizadora, en la razón escrita y catalogada. 
    ¿Por qué esta confianza en los libros? ¿Por qué hacer depender nuestra ventura o nuestra infelicidad de unas páginas secas y abstractas?   Hay, efectivamente, una cierta inquietud, una cierta ansiedad, algo como una desorientación irreparable en las generaciones actuales, que no proviene sino de este excesivo y atropellado devoreo de libros. Y figuráos en cómo con este abuso de lecturas, la abstracción va reemplazando a la realidad, es decir, a la vida, y cómo vamos perdiendo poco a poco el sentido de lo natural y de lo humano.   
 Y uno de los amigos me ha preguntado:
-Según todo lo expuesto, ¿debemos condenar los libros?
No -he contestado-; los libros son excelentes, pero debemos tener siempre presente una gran máxima, que nuestro Balmes trae en su lógica: “Non multa sed multum” —dice el filósofo—, se ha de leer mucho, pero no muchos libros.”. Y así tendremos ideas claras, sólidas, precisas y coherentes de las cosas".  
(Las confesiones de un pequeño filósofo, 1904) 
          
  

 Leer para sentir y leer para saber

Atento a la lectura sensitiva, introspectiva  y rememorativa de Marcel Proust, Azorín  entiende  la lectura del  libro como una prolongación de la subjetividad del lector y de  todo aquello  que le rodea en el momento mismo de la lectura : "Un nombre leído en un libro de otro tiempo contiene entre sus sílabas el viento ligero y el sol brillante que hacía cuando lo estábamos leyendo" (Proust).   

  "Se lee para sentir o se lee para saber. Se lee, compenetrándonos con la obra y el autor, o se lee para saber lo que dicen el autor y la obra. El libro es una continuación o complemento de la sensibilidad del lector, en un caso, y el libro es, en otro caso, un acervo de conocimientos para el lector. Leen los artistas o los sensibles, y leen los eruditos o los intelectivos. La diferencia —mejor antagonismo— es radical. Es el mismo antagonismo que asoma siempre, hágase lo que se haga, disimúlese como se quiera, entre el creador y el crítico. La Universidad y la calle —¿será esto muy crudo?— se muestran en tal materia irreduciblemente contrarias. Y siempre habrá, aunque la civilidad lo encubra, un matiz de desdén en el hombre erudito hacia el hombre que sueña, y un desvío apenas rebozado del soñador para el universitario. Y así va el mundo y pasan y pasan años, y pasan y pasan libros. Lo que subsiste es el ensueño y lo que se desmorona es el concepto científico. Porque en el mundo lo que prevalece, lo fecundo, lo creador, es la sensibilidad y no la inteligencia".


   



 El lugar de la lectura
“Ahora habría que decir algo del lugar en que se lee. No todo lo es el libro. Influye el lugar en la lectura, como influye el momento. Leer ante el mar un poeta exquisito; leer en la montaña a un  ensayista  de nuestra dilección, asociando a la lectura el silencio, la soledad, la temperatura del aire, la luz, es leerlos plena y profundamente. La naturaleza en este caso completa al arte. Del arte a la naturaleza se establece una gradación inaccesible. Todo, en resumen, es una misma cosa. No sabemos en estos casos dónde comienza el arte ni donde acaba la Naturaleza” 
(Estética y política literarias, 1954)



 "Se publican todos los meses centenares de libros nuevos, y no se imprime ninguno. No pueden llamarse libros lo que al presente sale de las imprentas. Son objetos que se fabrican brutalmente, lo mismo que se fabrican otros artefactos y chismes de la industria. Los maravillosos adelantos del arte de imprimir -estereotipia, linotipia, etc.- han matado el bello oficio del tipógrafo. Sobre papel malo, deleznable, estampan caracteres borrosos, sucios; se encuaderna desgarbadamente después; se lanza el volumen al mercado como otra mercancía cualquiera. Lo importante es imprimir mucho y rápidamente. La misma industria de la imprenta ha acabado con el arte de imprimir. Y el desamor de los tipógrafos ha acabado de realizar la obra funesta. En Madrid no se puede imprimir hoy un libro elegantemente. Sancha e Ibarra, los grandes impresores del siglo XVIII, no tienen descendientes. 


Edición impresa por Joaquín Ibarra de la Bibliotheca Hispana Nova, de Nicolás Antonio. Tiene razón Azorín  cuando escribe  que los impresores del siglo XVIII no tienen descendientes: la calidad de los grabados de Mariano Brandi  y de los  dibujos de  Rafael  Ximeno, la   claridad y armonía  la tipografia  proporcionan uno de los modelos absolutos de la imprenta española del siglo XVIII y quizá de todos los tiempos.  
No se podría tampoco encuadernar bellamente un libro si no quedaran uno o dos encuadernadores amantes de su arte. " 

     (ABC, 11 de octubre de 1922)


Encuadernación de Hermenegildo Miralles, Barcelona, 1915.


Las liberías de viejo: una clasificación 
    "Se presta a escribir y meditar mucho el comercio de los libros de viejo. Se impone, ante todo, una clasificación. 
La clasificación es la siguiente: tiendas formales y acreditadas de libros viejos; tiendecillas ocasionales, o de poca enjundia; puestecillos al aire libre, expuestos al sol y a los vientos. Las primeras tiendas son solemnes y graves; son, poco más o menos, como los comercios de volúmenes nuevos; los precios no suelen ser económicos; un volumen francés de tres francos no lo dan en menos de dos pesetas, cosa verdaderamente absurda. Además, en estas tiendas -y esto es lo grave- no se puede entrar a curiosear. Y éste es el mayor inconveniente, la mayor rémora del comercio de libros en España: un desconocido, un transeúnte, no puede penetrar en una librería para ver lo que hay, sin propósito de comprar. (El deseo de comprar, queridos libreros, surge luego, a la vista de los libros. El deseo es posterior a la entrada en la tienda, y vosotros queréis que sea anterior. Aquí está todo el problema.)
Las segundas tiendecillas de libros viejos —las de poco fuste— ya son más simpáticas y abordables. Un poco más abordables, pero no del todo. Generalmente, estos libreros no tienen, como los anteriores, pretensiones de bibliófilos; en sus tiendecillas todo anda revuelto. En las anteriores también anda todo revuelto, pero los libreros toman los volúmenes como una mercadería cualquiera; muchos de ellos son afables y complacientes. Se puede entrar en sus tiendecillas y curiosear durante un rato. Después de estas tiendas vienen los puestos establecidos en pleno aire".
(Blanco y Negro, 1 de Marzo de 1914)





El libro  hallado es nuestro propio pensamiento
   
Entre los libros de aspecto  anodino   que se amontonan en los tablones de la feria de  Madrid,  Azorín descubre  un impreso del siglo XVIII. El libro hallado  da principio  a una  glosa literaria. De un libro sale otro : “Un Pueblecito (Ríofrío de Ávila)”.  

"Vamos hacia abajo, junto al Botánico, en busca de la feria de los libros.  La feria de los libros la componen quince o veinte barracones de madera. Toda la anodinidad, toda la grisura, toda la vulgaridad de los libros inútiles está aquí.
   En montones, revueltos sobre tableros, podemos contemplarlos. Todos estos libros vulgares representan, por lo menos, un momento en una vida humana. Lo que ahora nos parece insignificante ha animado durante un instante un espíritu…¿Qué sabemos las manos que han vuelto las páginas de este pobre libro? Nosotros mismos (…), ¿no encontraríamos también placer en la lectura de este volumen anodino? En parte, en gran parte, el libro es nuestro propio pensamiento. Muchos de estos volúmenes de la feria nos serán útiles. Acaso, sobre basto papel, con borrosos tipos, veremos estampado un pensamiento sencillo, natural, de un hombre ignorado que un día se puso a escribir sin saber nada. En los pueblecitos de Castilla –como en otras partes- ha habido de estos hombres que escribieron un día y que nadie sabe qué han escrito. En ellos el pensamiento puede quedar expresado de forma afectada y laberíntica –sugestión de grandes autores-; pero puede también estarlo sencilla y limpiamente. Una manaña de otoño he encontrado unos de estos volúmenes. El volumen que hemos encontrado en la feria de los libros se titula Sentimientos patrióticos o conversaciones cristianas que un cura de aldea, verdadero amigo del país, inspira a sus feligreses (…) La obra consta de dos tomos: los dos están impresos en el mismo año (1791) y en Madrid. El autor de libro don Jacinto Bejarano Galavís y Nidos".  
(Un pueblecito (Ríofrío de Ávila), 1916).



Retrato de un bibliófilo
  Azorín  describe su  experiencia como buscador de libros raros, hace el elogio  de los libros en miniatura, demuestra conocer la historia  de la imprenta española del Renacimiento, apreciar las encuadernaciones  y saber de las ediciones raras de nuestro barroco, de  las primeras de Quevedo .


"La imprenta se ha ido extendiendo durante todo el siglo XVI por España entera. Hay imprentas en Burgos, Toledo, Valencia, Tarragona, Sevilla. Salen de esas imprentas infolios recios, abultados, y libros chiquitos, regordetes. Célebres son en el siglo XVI la imprentas de los Portonaris, en Salamanca, y la de Juan Brocario, en Alcalá de Henares. 


En Medina del Campo, la noble ciudad castellana, había, sí, grandes y famosas liberías. Hoy, después de los siglos, nos causa profunda emoción a los bibliófilos el encontrar en una librería de lance un libro del siglo XVI. Lo hemos perseguido a lo largo de los catálogos; se nos ha escabullido dos o tres veces; un librero a quien íbamos a comprárselo lo acaba de vender; un amigo nos dice que ha visto un ejemplar en tal librería; pero el amigo estaba equivocado; se trata de otra obra o de otra edición, sin importancia. Y un día, cuando menos lo esperamos, buscando otra cosa, nuestras manos se posan sobre un volumen; lo examinamos distraídamente y no podemos reprimir una viva exclamación. El volumen ansiado está en nuestras manos. En la portada se lee: “En Salamanca, en casa de Domingo de Portonaris, 1575.”
Pues ahora imaginad un bibliófilo transportado por arte de magia a las famosas librerías –públicas o particulares- de Medina del Campo. ¡Qué inmenso gozo! ¡Qué tesoro espléndido! Nuestra bolsa no es bastante grávida para comprar tantos libros como deseamos. Y si la librería no es de libros venales –lo que ahora  llamanos biblioteca-, nuestra capa no es  bastante  ancha para poder llevarnos a escondidas cuatro, seis u ocho volúmenes. El bibliófilo, maravillado, va de uno a otro estante; saca libros de todos; los mira y remira; examina al trasluz la filigrana del papel; pasa la mano por el pergamino o por el cuero.

Filigrana en un papel del libro antiguo. La posición que ocupa en la página   permite  determinar  el número de veces que se ha doblado un pliego, lo que es un medio para deducir el formato del libro. Estos dibujos, como señala Azorín, solo pueden verse al trasluz.
La materia bibliográfica es inagotable. Grande es la pasión la bibliófilo; pero hay libros que pueden escapar a la codicia del apasionado. Sobre todo, los libros chiquitos diríase que se complacen en hacer travesuras a los más sagaces y universales conocedores de libros. Los libros chiquitos son diablillos idómitos.

 ¿Qué bibliófilo quevedista conoce la edición de La fortuna con seso, hecha en Zaragoza el mismo año que la primera, en 1650, por los mismos impresores? ¿Y quién, entre los más conocedores de la bibliografía de Quevedo, tiene noticia de la edición de La política de Dios hecha en Milán por Juan Bautista Bidelo en idéntico año que la primera de Zaragoza, la de 1626?"
(Una Hora de España, 1924 )








 Un libro que contiene a todos los demás
   
Azorín  condensa   en este texto  su visión del libro como objeto y contenido. Un solo  (“El  Isidro”, de Lope) contiene  la variedad de los  existentes  como un único paisaje    resume   la  quintaesencia de  la Península . El  libro  alberga  en sí al  Libro ( Mallarmé). Glosa de Mallarmé y premonición del pensamiento de Pierre Lecuire.  Azorín no es un observador de la realidad, sino un lector solitario que para su escritura depende de la inspiración  que le proporciona el libro que lee entre las cuatro pardes de su habitación y éste es trasunto del Libro y éste, a su vez,  es para él el único documento que le permite alcanzar lo que es sin duda la finalidad esencial de su escritura: reconstruir a través de  las memorias, los libros de viaje, los diccionarios de geografía y sobre todo a través de los  clásicos  la evolución de los sentimientos humanos.       

“Nuestro paisaje abarca lo romántico y lo clásico, el Norte y el Mediodía. En un breve espacio, la Alpujarra, se nos ofrecen los varios climas. Lope, en un librito, su Isidro, publicado toscamente en 1599, ha tratado de condensar, con versos sencillos, la esencia  del campo, en la alta meseta, el carácter del labrador, la singularidad de nuestros santos. Y también puede, materialmente, tipográficamente, sintetizar este volumen, en el siglo XVI, la inmensa prole de los libritos españoles, maltrechos muchos, esparcida por doquier. No es posible captar, filiar, detener en su vagabundeo, en su errabundez, estos breves volúmenes. Cuando el sabio bibliófilo, en obra monumental, cree haber finado el recuento de todos, surge por acaso en un desván, en una alacena, en un arcaz, un ejemplar de edición desconocida. El librito es arriscado, sacudido: el español lo es también. Todo es continuidad en la vida, en el libro: lo pasado explica lo presente"




 Azorín en la  Biblioteca Nacional : la lechuza  agorera y  el   lector intempestivo

  En 1905   Azorín  describe,  tras una visita,  la   Biblioteca Nacional de Madrid   como  un  lugar  inhóspito regido por reglamentos irracionales  aplicados por funcionarios cicateros.   Para un   escritor    que entiende  la lectura   como    algo  irregular,  caprichoso y    divagatorio  que  propicia un  encuentro con lo inesperado  debió resultar atosigante   la férrea burocracia de la institución.    Los desencuentros   entre  lectores ( reducidos por los manuales de biblioteconomía a la categoría de  "usuarios")  y     burócratas   aplicadores de reglamentos inciertos vienen  repitiéndose a lo largo de todo el siglo XX  como demuestran las diatribas  contra la  B.N.E:  protagonizadas por    Ortega y Gasset,   Gómez de la Serna, Américo Castro , Camilo José Cela y tantos otros. 


Cuando, en 1954, el bibliotecario Justo García Morales  recuerda a un Azorín de ochenta años   su  artículo de 1905, el entrevistado no parece acordarse de lo que escribió en su juventud pero   lanza un dardo certero contra contra los  encuadernadores de la B.N. : “Precisamente, -dice Azorín a García Morales- uno de  estos días pensaba  escribir al Director   para decirle que  evite que los encuadernadores arranquen las cubiertas de los libros. Yo en ellas a veces he encontrado detalles interesantes: el año de impresión que, en ocasiones, no se halla en ningún  sitio de la obra, el  precio”   




 El bibliotecario Justo García Morales entrevista a Azorín (1954) 




 Martínez Ruiz contra la Biblioteca Nacional

"Porqué sentís, hombres decontentadizos, esta ligera aversión a la Biblioteca Nacional? 
Nuestros libros nos los sabemos de memoria. ¿Porqué no ir a pasar una rato a curiosear amenamente en la Biblioteca?
Ya estamos caminado   con nuestro paraguas y nuestros chanclos. En la puerta, desde lo alto de la escalinata, dirigimos una mirada vaga a estos hombres de piedra, Lope de Vega, San Isidoro... ¿Será necesaria ahora, lo mismo que antaño, tomar unas piezas misteriosas, raras y escribir prolijamente en una papeleta el título de la obra, el volumen, el  idioma en que tal libro está escrito, la signatura de este libro, nuestros nombres y finalmente el nombre de nuestra calle, el número de nuestra casa y el piso en el que vivimos? Nosotros no venimos a ella por requerimiento de un secular mamotreto, de un uncunable maravilloso, de algunos de  estos  libros peregrinos que nos dejan llenos de admiración. Nuestro deseo es más modesto: con una moderna y liviana revista nos contentamos. Amamos la  bagatela con pasión, y la revistas literarias, sociológicas o científicas nos encantan.
 Y he aquí una sola sala vasta, fría y semioscura, unas  cuantas revistas expuestas  en su vitrinas. Unos señores graves fumaban y charlaban en torno de una mesa.
¿Se puede leer  una revista?- hemos dicho  acercándonos  cortésmente al grupo.
La conversación se ha suspendido: la sala estaba desierta, nadie entra en ella y tal vez estos señores han mirado con una vaga sorpresa a este lector intempestivo que venía a romper un reposo sagrado. Y uno de estos señores nos ha preguntado amablemente:
-¿Trae la papeleta?
Nos hemos quedado confusos; en nuestro optimismo no habíamos querido pensar en la papeleta. La revista está allí, al alcance de nuestra mano; es seguro que no la vamos a tener con nosotros sino un breve momento. Y, sin embargo, es preciso emprender un largo viaje a través de salas y   salas, recoger unas pinzas, escribir en la papeleta el título de la revista, el idioma en el que está escrita,  nuestro nombre, el de nuestra calle, el número de nuestra casa y el piso en el que habitamos y luego tornar a atravesar en una caminata eterna salas vacías. ¿Valía  la pena nuestra curiosidad frívola, inconsciente, que realizáramos tantos esfuerzos?
 Y un poco cansados por el paseo de nuestra casa a la Biblioteca, nos hemos dejado caer en un sillón y hemos sacado de nuestro bolsillo nuestro periódico. Y de pronto oímos a nuestras espaldas algo así como un resoplido tenue de una lechuza, pero en la Biblioteca no existían siniestras aves agoreras; esto ha sido indudablemente una ilusión nuestra. Y continuamos nuestra lectura. De nuevo el suave y misterioso resoplido suena a nuestras espaldas, y ya ahora, intrigados, alarmados, volvemos la cabeza. Es que nos llamaba un señor ante una mesa. Le miramos absortos perpejos. y él, lentamente, agradablemente, nos lanza estas palabras:
-No se puede leer.
Y ahora sí que sentimos una honda, una inmensa estupefacción. ¿En una Biblioteca no se puede leer? ¿En un lugar hecho para leer no se puede leer? ¿Hay algo en el mundo más sorpredente, más inaudita, más gigantesca paradoja? Transcurre un breve momento en el que nos hallamos sin noción del mundo, ni de tiempo, ni del espacio.
-No se puede leer periódicos aquí -repite con la misma cortesía este señor afable.
Y entonces, ya repuestos de nuestro asombro, no sabemos si descansar allí un momento sin leer nada (si es que esto tampoco es permitido); y al fin nos levantamos y, cansados, mohínos, emprendemos  la larga travesía lentamente, con nuestro paraguas y nuestros chanclos.
¿Porque sentís, hombres decontentadizos, esta ligera aversión hacia la Biblioteca?".
(ABC, 3 de octubre de 1905).






Pero Azorín es un intelectual que, como escribió Justo García Morales, "debe mucho a las bibliotecas, pero lo ha pagado espléndidamente precisamente con libros y artículos que llenas nuestron Centros". Es cierto. Azorín frecuentó en su niñez no solo la biblioteca familiar, sino también la del Casino de Monóvar, en su juventud la biblioteca universitaria de Valencia, en París la Biblioteca de Santa Genoveva, en Burdeos la del Ayuntamiento de esta ciudad para consultar un original de Montaigne, y en Madrid, además  de la Biblioteca Nacional, la antigua Biblioteca de San Isidro, donde leyó literatura ascética y, como su admirado Joaquín Costa, la del Ateneo, donde discutió con Gabriel Maura, Pablo Iglesias y Federico Urales las condiciones de vida de la clase obrera.






Respuesta de  un  bibliotecario a Azorín

El artículo de Azorín en ABC no   dejó   indiferentes  a los bibliotecarios y la prueba está  en el manuscrito    12970/2 de la Biblioteca Nacional títulado   “Diálogo en verso o composición poética dirigida al incógnito Azorín”  (1905). Su autor es  un    mediocre redactor de devocionarios, archivero, bibliotecario y arqueólogo interino llamado Bernardino Martín Mínguez. En el texto transcrito a continuación    parodia el anterior artículo de  Azorín     con alambicados y pseudo culteranos ripios satíricos de dudoso gusto:  un episodio más de   la “batalla campal de perros y lobos”.

La delectación pura que ha de busca el lector   se marchita  entre las adustas paredes de las bibliotecas. 




En la Biblioteca Nacional . Composición poética de D. Bernardino Martín Mínguez. 4 hojas. Madrid, 4 de octubre de 1905.

 Al incógnito Azorín.

BIBLIOTECARIO:  ¿Caballero?

AZORÍN: ¿Cómo? ¿Qué?
                   ¿No me conoces, guardián?

BIBLIOTECARIO:  Otros te conocerán.
                                   En la casa no lo sé.
                                   La papeleta

 AZORÍN: ¿A qué fin?

BIBLIOTECARIO: Y la pinza

AZORÍN: No la quiero


BIBLIOTECARIO: Pase el señor extranjero
                                 con chanclas y paraguín
                                   
BIBLIOTECARIO Es hombre de media vista.
                                  El monóculo lo prueba.
                                  Seguramente que lleva 
                                 Al   andar tuerta la pista .



AZORÍN: ¡Lóbrego! ¡Todo sombrío!
                  ¡Salas con vítreos sombreros!
                  ¡Estantes todos paveros!
                 ¡Hombres con cara de frío!
                  Los abordo ¿No me veis?
                 ¿No barruntáis mi geniazo?

BIBLIOTECARIO: Y la pinza ¿la teneis?
                                ¿Dónde está la papeleta?

AZORÍN: No soy quinto

BIBLIOTECARIO: ¿Es general?

AZORÍN: Soy un hombre intelectual
                  de modernista coleta

BIBLIOTECARIO: Pues por aquí no se avanza
                                  sin llenar los requisitos
                                 muy sabiamente prescritos
                                 por la muy sabia ordenanza

AZORÍN: Entraréme   en la otra sala.
  
BIBLIOTECARIO:  Adelante, cuando quiera.

AZORÍN: Entraré;  en mi faltriquera,
                 Traigo diarios de gala
                 y hecho carga de un sillón.
                 De periódicos tirando
                 los iba monoculando
                  y recibió un escrutón

AZORÍN: ¿Quién me escruta?
         

BIBLIOTECARIO:
                            El Reglamento 
                            ¿Busca incunables o raros?
                            Volved a provisionaros
                             De la pinza; no hay asiento
                             para el que la ley no acata
            
             
AZORÍN: Es que soy…

BIBLIOTECARIO: No lo dudo.

SOLO DE   AZORÍN:
La verdad, salgo mohíno
¡¡No me conocen aquí!!
¡¡¡Yo un Genio me creí!!!
¡¡¡Y es chancloso mi destino!!!
Lo contrario intentaré.
Soy de tronco de geniazos.
Dispararé mis bombazos
en mi catón ABC.
Y confesarán las gentes
que cuando Azorín chanclea
a la vez que paragüea
no mean pizca las fuentes

Bernardino Martín Minguez
Madrid, 4 de octubre de 1905.
(Biblioteca Nacional, manuscrito 12970/2)




Autógrafo de Azorín









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Ana Ruiz Larrea o el arte de la encuadernación

      En el pequeño y exclusivo mundo de la encuadernación de arte española todo el mundo conoce a Ana María Ruiz-Larrrea
 (1947). Es, quizá, la figura más carismática de la encuadernación española del siglo XXI, la profesora de encuadernación por antonomasia, una excelente enseñante a juzgar por los testimonios de sus muchos alumnos sobre los que a veces ha influido de forma más que determinante.       Ruiz-Larrea personifica la ruptura con el anquilosado mundo de la encuadernación española del siglo XX (dominado por las glorias petrificadas de Antolín Palomino y Emilio Brugalla), un nuevo modo de comunicar la cultura ligatoria ajeno a los secretismos de antaño, pero encarna también la estética contemporánea, la ruptura con la repetición de los grolieres, canevaris, padelopus o sanchas, el dinamismo puro de la acción porque la suya es una trayectoria jalonada por innumerables inciativas asociativas, por la organización de exposiciones y encuentros entre encuadernadores y por un si